Sed santos Palabra de Dios

Trata de los apremiantes y dulces motivos que nos urgen a procurar nuestra santificación y perfección espiritual.

BIBLIOTECA EVANGÉLICA DE LA INFANCIA ESPIRITUAL

SED SANTOS PALABRA DE DIOS

EUDALDO SERRA BUIXÓ, Pbro.

EDITORIAL BALMES

 

SED SANTOS Palabra de Dios

Disposiciones de espíritu necesarias

A todos, Dios nos quiere santos y perfectos. Lo dice en el Antiguo Testamento y lo repite en el Evangelio.
Juntamente con su voluntad expresa, nos da la gracia para quererlo, procurarlo y practicarlo. No nos arranca el consentimiento por fuerza, sino con suavidad, con la ilustración y persuasión interior. Pero en el fondo, siempre ha de ser el hombre quien ha de dar su libre consentimiento a la acción de la gracia para que ésta pueda actuar en él y hacer la obra de su santificación.
Se necesita, pues, ante todo, la voluntad decidida y resuelta como disposición necesaria de espíritu para alcanzar la perfección y santidad.
Esta resolución de la voluntad no es fácil de obtenerla si antes no tenemos la convicción de que debemos ser santos y perfectos por voluntad de Dios. Y cuanto más íntima y sincera sea esta convicción del entendimiento, más firme y enérgica será la resolución de la voluntad.
Pero, aun después de haber adquirido esta convicción y esta resolución, se necesita un pábulo o incentivo para mantenerla en continua actividad. Para obtenerlo es preciso mantener vivo el deseo de obtener la santidad y perfección.
Con la convicción antecedente y el consiguiente deseo, la voluntad debe mantenerse firme y activa en su resolución necesaria y fundamental.
Convicción íntima del entendimiento de la obligación en que nos hallamos de perfeccionarnos y santificarnos.
Resolución firme y decidida de la voluntad de procurar la perfección y santidad.
Deseo vivo y constante del corazón de alcanzarla.
Éstas son las disposiciones de espíritu ineludibles si en verdad queremos alcanzar la perfección.
Esto, por lo que a nosotros toca. Pero por lo que mira a Dios, nuestra alma debe, además, poseer otras tres disposiciones.
Humildad profunda y sincera para comprender que con nuestras fuerzas no podemos alcanzar ni la santidad, ni la virtud, ni bien alguno.
Confianza de obtenerla, fundada en la bondad y voluntad de Dios que lo quiere y nos ayuda, comunicándonos su gracia.
Oración continua y constante para alcanzarla infaliblemente por el amor y los méritos de Jesucristo.
Este conjunto de disposiciones de espíritu constituyen el ambiente que debe respirar el alma que aspira a la perfección cristiana y son al mismo tiempo el motor que da vida y calor a su actividad espiritual.
Mientras estas disposiciones se mantienen vivas y activas, el alma puede estar segura de que avanza a grandes marchas por el camino de la perfección y santidad, a pesar de todas las apariencias en contrario que puedan presentarse.
Hemos de empezar, pues, por la primera de estas virtudes para adquirir una firme convicción de la obligación que tenemos de santificarnos y perfeccionarnos, reflexionando las razones y motivos principales que tenemos para hacerlo, los atractivos y dulces motivos que nos inducen a la perfección y santidad. Y a obtener esta firme convicción va destinado este librito.

1. La voluntad de Dios

La perfección cristiana o santidad es un deber que obliga a todos los cristianos sin distinción de clases ni estados.
Y en primer lugar porque es precepto del Señor que lo inculcó terminantemente a su pueblo, como consta en el Antiguo Testamento: “Puesto que Yo soy el Señor Dios vuestro, sed santos vosotros pues que Yo soy santo.” Y lo reitera claramente en su Evangelio, después de hablar del amor y bondad infinita del Padre celestial, diciendo: “Sed vosotros perfectos, así como es perfecto vuestro Padre celestial.”
Este precepto, en ambos lugares de la Biblia, va dirigido expresamente a todo el pueblo. No es meramente un consejo, ni va dirigido solamente a los discípulos o apóstoles, es para todos los cristianos en general. Ciertamente, los que han abrazado el estado llamado religioso, vienen obligados a procurar la perfección por los medios a que se han comprometido, con los votos de pobreza, castidad y obediencia. Pero aun cuando no sea precisamente con estos medios y votos, todos los fieles, de cualquier estado que sean, vienen obligados a procurar su perfección y santidad.
Unos están obligados a la perfección religiosa; los otros están obligados a la perfección cristiana en general.
El Apóstol San Pablo repite la enseñanza del Divino Maestro también en forma clara y terminante al decir nos: “La voluntad de Dios es ésta; vuestra santificación”. Y en otro lugar dice: “Vuestro fruto lo tenéis en la santificación, y el fin en la vida eterna”.
No hay, pues, dos preceptos distintos en el Evangelio para la santidad o perfección, de manera que sea severo y costoso para unos, y fácil y ligero para otros. Todos estamos en este mundo para santificarnos cada día más y asegurar nuestra eterna salvación. Todo lo demás es accidental, y sólo son medios de los cuales nos debemos aprovechar según la vocación y el estado de vida de cada uno.
Y dicha esta razón de la expresa voluntad de Dios sobre nuestra santificación, ya debe bastar a todo cristiano para no menester otra, pues ésta sola las comprende todas. No obstante, son tantas y tan dulces todas las razones y motivos que nos inducen y obligan a la perfección y santidad, que siempre es provechoso el repasarlas a fin de aficionarnos más a ellas y que nos sirvan de estímulo para procurarla con más ahínco.

2. Creados a imagen y semejanza de Dios

Pensemos de la cantera de donde procedemos; formados por las mismas manos de Dios, que nos mira como obra suya muy amada en la que ha estampado un destello de su inteligencia dotándonos de razón para conocer la verdad, capaz de amar el bien y la virtud y conformar nuestro querer a su voluntad divina. Somos su obra maestra en la Creación del mundo visible, sacada de la nada por su Amor, continuamente sostenida, cuidada y regida en su presencia y amor.
Realizada nuestra existencia en estas condiciones, ¡cuánto nos obliga la necesidad de ser santos y perfectos para vivir como corresponde a seres racionales que son imagen viva y reflejan la semejanza de Dios!

3. Hijos de Dios

Como si no fuera bastante el ser obra predilecta de sus manos, Dios nos ha querido elevar a la más alta dignidad posible, a la cual ni podíamos soñar: nos ha hecho hijos adoptivos suyos, en tanta realidad y verdad, que llegamos a participar en cierta manera de la sustancia divina.
¡Qué maravilla más estupenda! ¡Hijos de Dios! ¡Qué inconcebible dignidad! Si por este concepto no sintiésemos la obligación estricta de ser santos y perfectos como nuestro Padre celestial, ¿qué otra razón nos la haría sentir?

4. Herederos del Cielo

Hemos sido creados para vivir eternamente, no en este mundo, sino en la mansión infinitamente feliz de la gloria divina, en el Cielo, entre los Ángeles y Santos, con la Virgen Santísima, con el mismo Dios Uno y Trino. Somos coherederos, juntamente con Jesucristo, de este Cielo donde habita con su plena Majestad gloriosísima, para participar, mediante la visión intuitiva de Dios, de su misma felicidad y santidad. ¿Es concebible que un heredero del Cielo donde habita la misma Santidad por esencia, en donde todo es santísimo y purísimo sobre toda ponderación, no procure ponerse a tono de tanta dicha y honor, con su santidad y perfección personal?

5. Redimidos con la Sangre de Jesucristo

Tanto amó Dios al hombre, que ni a su propio Hijo Unigénito perdonó, entregándolo a la muerte para redimirlo del pecado y de la condenación eterna. Mira cuánto ha pagado Dios por tu alma y verás cuánto vale a sus divinos ojos. Para devolverte la santidad perdida, y con ella la vida eterna, Jesús te redimió no con oro ni plata, que esto no era bastante, sino con su propia Sangre y vida. Con ella te lavó del pecado y te santificó. Si Dios paga este precio para santificarte ¿a qué no estás obligado para alcanzar tu santificación? ¿No sería un desprecio e ingratitud inconcebible para con Jesús, el desinteresarse de la propia santidad y perfección? Y disponiendo cada día del fruto de esa Sangre divina para nuestra santificación, ¿qué excusa podremos dar si no somos santos?

6. Templos del Espíritu Santo

Después que el Padre celestial nos ha creado dándonos filiación divina, participando de su divina sustancia y después que el Hijo nos ha redimido con su preciosísima Sangre, el Espíritu Santo difunde la gracia en nuestros corazones llenándonos de sus dones y frutos en abundancia, sobre todo la unción del Amor divino que enciende y aviva en nuestras almas para santificarnos más y más y nos enseña todas las cosas. El mismo Espíritu Santo ha querido hacer de nuestros cuerpos su templo vivo. ¡Qué cosa tan inaudita! ¡El hombre, templo viviente del Espíritu Santo, es decir, de la misma Santidad! ¿Es posible?… ¡La Fe lo enseña! ¡Cómo debe ser de santo este templo humano!

7. Morada de la Santísima Trinidad

No contento todavía Dios con hacernos templo suyo, pudiéndolo adorar constantemente dentro de nosotros y pudiendo oír sus inspiraciones en nuestro propio corazón, ha querido, además, hacernos morada del Padre y del Hijo, queriendo convivir con nosotros en todo momento, en todo lugar y circunstancia. El hombre está destinado a vivir en la misma morada de Dios eterna y feliz. Pero entre tanto, como si el amor de Dios no tuviera espera, hace ya de nosotros su morada en esta vida. ¡Qué santidad y pureza y perfección debería tener el hombre que alberga dentro de sí al mismo Dios de toda santidad, a la Trinidad santísima, conviviendo todo momento con él!

8. Miembros vivos de Jesucristo

Al fundar la Santa Iglesia, Cristo se quedó como Cabeza de la misma, uniéndose tantos miembros como fieles incorporados a su Cuerpo místico que es la misma Iglesia viva y activa. No se trata, pues, de un puro simbolismo sino de una verdad real y positiva, al decir que los cristianos somos miembros vivientes de Jesucristo. Él como cabeza y nosotros como miembros formamos juntos el Cristo místico que es su Iglesia. No es posible expresar con la fuerza que se requiere, la incongruencia inconcebible de querer unir a una Cabeza infinitamente santa, divina, miembros desprovistos de santidad. La base de esa santidad necesaria la pone Jesucristo en nosotros con su gracia. Pero esa santidad la podemos y debemos aumentar y perfeccionar con los medios que Dios nos da abundante-mente. Si tenemos conciencia plena de lo que significa para nosotros ser miembros vivos de Jesucristo, no es posible que deje de arder en nosotros un constante deseo y una voluntad eficaz de santificarnos y perfeccionarnos.

9. Sagrarios vivientes de la Eucaristía

Aun cuando Dios en la Sagrada Eucaristía se haya querido ocultar misericordiosamente, atemperándose a nuestra flaqueza humana que no podría sostener su visión directa, no por eso deja de estar en ella de una manera real, sustancial y verdadera.
Y por muy oculto que esté, nosotros, al comulgar, le recibimos real y verdaderamente como está en el Cielo y como se manifestó por la Encarnación en su vida mortal. Cualquier consideración que queramos hacer para preparar nuestra alma para recibirle o para darle gracias, no puede desligarse de la necesidad de nuestra perfección y santidad necesarias para recibirle y darle gracias dignamente. Lo que digamos sobre la consagración necesaria del cáliz y de la patena que han de contener el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, es poco en comparación de lo que debería ser nuestra alma. Las profanaciones que pueden sufrir el copón, la custodia, el Sagrario, destinados a guardar la Sagrada Eucaristía, quedan pequeñas comparadas con las que puede sufrir el cuerpo y el alma del cristiano por el pecado. La obligación de santidad que por la Comunión incumbe al cristiano es superior a toda ponderación; tanto, que nunca podrá llegar a llenarla cumplidamente debiendo recurrir con sus deseos y súplicas a la misma bondad divina que la supla. ¿Qué se podría pensar y decir de un cristiano que se desinteresa de su santificación y perfección a pesar de comulgar, a menudo? Dios no permita en nosotros una desidia tan absurda, tan deshonrosa para Jesús y tan perjudicial para nosotros.

10. El honor de nuestra Madre la Iglesia

Somos hijos de la Santa Iglesia, Esposa inmaculada de Jesucristo, que nos ha engendrado con la gracia de los Sacramentos que le legó su Esposo divino con su Sangre preciosísima, al formarla en el ara de la Cruz. Aun cuando nuestros pecados y faltas propiamente hablando, no quitan ni un ápice a la santidad sustancial de la Iglesia, no obstante, externamente, en cuanto está de parte de los hombres, los pecados y los escándalos de los cristianos empañan la tersura de su pureza y santidad inmaculada con que debe brillar la Iglesia de Dios ante el mundo. Si los hijos están obligados, y lo hacen gustosos, a procurar el mayor honor para con sus madres, ¿cuánto más no lo debemos procurar para con nuestra Madre la Santa Iglesia, que nos ha engendrado a la vida espiritual y divina de cristianos?
Los simples defectos de santidad y perfección de los cristianos son bien notados por los enemigos de la Iglesia y aun de los mundanos indiferentes, que los achacan a todos los fieles y a la Iglesia en general. Otra cosa sería para el honor de la Santa Iglesia, si de todos y de cada uno de nosotros, los cristianos, se pudieran contar los rasgos edificantes que se cuentan en las vidas de los mártires y de los santos, los actos de virtud de personas edificantes consagradas a Dios y a la caridad para con el prójimo, la abnegación y los sacrificios que exigen las misiones entre infieles. Pensamos poco en esta obligación que nos incumbe de la ejemplaridad que debemos dar todos en la Iglesia de Dios para mutua edificación y sobre todo para gloria de Dios y honor de su Santa Iglesia.

11. La Comunión de los Santos

Por la misma razón que formamos un solo Cuerpo místico con Jesucristo, hay una comunidad de vida y una comunicación de méritos entre todos sus miembros, los cristianos. Con nuestras buenas obras, con nuestra santificación y perfeccionamiento en la virtud, aumentamos el tesoro de santidad común de la Iglesia, sin el más mínimo perjuicio de nuestro interés espiritual, ante al contrario, aumentándonoslo. Los méritos infinitos de nuestra Cabeza, Jesucristo, bastan y sobran para la Redención de todos los mundos que pudiera haber. También los méritos de la Virgen Santísima, sobreabundantísimos entran en el depósito de la Iglesia; y aun los de los simples Santos y buenos cristianos. Los méritos de los unos, nos aprovechan a todos. Y Dios que administra el tesoro infinito de los méritos de Jesucristo y de toda la Iglesia, reparte, según su Bondad, Justicia y Misericordia, esos bienes divinos para la salvación y santificación de las almas, para la conversión de los infieles y pecadores, para consuelo y alivio de los tentados y afligidos; y la profusión de sus gracias se derrama con infinita liberalidad hasta en las prisiones del Purgatorio. Con nuestros sufrimientos, oraciones, sacrificios y actos de virtud, Dios obra o concede la conversión de un alma, la curación de un desgraciado, el alivio de un afligido, la libertad de un alma del Purgatorio. Sustrayéndonos a la obligación de nuestra perfección y santidad, empobrecemos, en cuanto es de nuestra parte, este tesoro de la Iglesia, y Dios quizá no obrará una conversión, no hará un beneficio a un desgraciado, cosa que hubiera hecho de buen grado con nuestros merecimientos. La responsabilidad de nuestra falta de santidad y perfección sobre el tesoro de la Comunión de los Santos sólo la veremos en toda su extensión y eficacia en el Juicio Universal. Por el contrario, nadie es capaz de saber el bien que puede hacer con su propia santificación.

12. Hijos de María Madre de Dios

Como nos adoptó Dios por hijos suyos, así también al encarnarse el Verbo divino nos hizo hermanos suyos, hijos de María su propia Madre. Evidentemente la distancia que va de Jesús a María es infinita, como diferencia que hay entre Dios y una pura criatura. Pero Dios la ensalzó a tan alta dignidad, que constituye Ella sola una categoría aparte, muy superior a la de todas las criaturas, incluso las angélicas más perfectas y encumbradas, por razón de su Maternidad. Todo lo que la Omnipotencia divina pudo poner de cualidades, excelencias, perfecciones y virtudes, Dios las puso en María por ser su Madre, y así constituirla Modelo de todas las virtudes y Madre de todos los mortales. Esa pureza inmaculada y castidad excelsa de nuestra Madre celestial, ¿no reclama de sus hijos una santidad, perfección, pureza y virtud lo más perfecta posible? ¿Podemos honrarla dignamente si no procuramos ante todo nuestra santidad y perfección? ¿Podemos siquiera decir con verdad que la amamos de corazón si nos desentendemos de todo esfuerzo para adquirir la virtud? El honor de María, el amor de su Corazón maternal para con nosotros reclama de parte nuestra la mayor pureza de alma y el mayor fervor de caridad, que constituyen la santidad propiamente.

13. La presencia divina y la compañía angélica

La Providencia divina nos ha asignado a cada uno de nosotros un Ángel de la Guarda como guía y protector en todos los pasos de la vida, que vela sin cesar, noche y día, para guardarnos de todo mal en el cuerpo y más aún en el alma. Este compañero celestial, fidelísimo, inseparable, poderoso, lleno de afecto, atento y perspicaz, es un espíritu rebosante de pureza y santidad. Su sola compañía nos obliga a portarnos santamente si queremos corresponder- le como merece. Es fácil de imaginar el choque constante y hasta provocativo, que ha de producir el alma descuidada y enteramente despreocupada de su perfección, ante su Ángel de la Guarda. Le obligará a veces a taparse el rostro para no ver sus iniquidades, y cerrar los oídos para no oír maldades; pero a pesar de todo nunca le abandona; antes al contrario, le incita siempre al buen camino de la perfección.
Pero si pensamos que esa compañía angélica es, en cierto modo, una personificación más sensible (imaginativamente hablando, es claro) de la presencia divina que nos observa y nos circunda dondequiera que vayamos, comprenderemos fácilmente cuán obligados estamos, a dar todos y cada uno de nuestros pasos, con santidad y perfección por ser ejecutados constantemente bajo la mirada divina ante la cual nada se esconde, ni los pensamientos más secretos de nuestro corazón. Estamos como sumergidos en la presencia de Dios: “En Él vivimos, nos movemos y somos” , dice San Pablo. Si no queremos ofender los ojos de Dios puestos constantemente sobre nosotros, debemos procurar ser santos y perfectos en todo lugar y circunstancia y agradar le con nuestras obras hechas con pureza y caridad.

14. El celo de las almas

Desde el momento que vivimos unidos a Jesucristo con la intimidad inefable de la gracia divina, sus intereses son los nuestros; y así la redención y la salvación de las almas que le movieron a bajar del Cielo, para encarnarse, sufrir y morir por ellas, necesariamente nos han de interesar hasta el punto de ofrecer nuestras vidas, a imitación suya, por la salvación y santificación de las almas. Pero no podemos hacernos la ilusión de convertir y perfeccionar a los demás si antes nosotros no somos más santos y perfectos. Dios hace por un alma santa lo que no haría por muchas tibias y frías. La Biblia nos pone de manifiesto el poder de intercesión que tiene el alma justa delante de Dios, cuando Moisés intercede por su pueblo en forma tan vehemente y hasta violenta para arrancar de su Misericordia el perdón de su pueblo prevaricador. Si Abraham hubiera encontrado unos pocos justos siquiera, Dios habría salvado a So- doma y Gomorra del fuego devorador. Y en las vidas de los Santos vemos repetidos casos de almas santas que alcanzan la fe para millares de almas y la conversión desesperada de pecadores empedernidos, con el fervor de su caridad y de su insistente oración. “Un alma amante puede conseguir de Dios más gracias de salvación para los vivos y para los difuntos que no podrían conseguir miles y miles de almas sin amor”. ¡Cuántas conversiones alcanzaron así, Santa Teresa de Jesús, Santa Magdalena de Pazzis, Santa Teresita del Niño Jesús (hoy Patrona de las Misiones sin haberse movido del convento), Santa Catalina y otras muchas!
Santa Gertrudis tenía encantado al mismo Jesús que se expresó así a otra religiosa sobre la santa: “Mi alma se complace de tal modo en ella, que muchas veces, cuando me ofenden los hombres, voy a buscar en su corazón un dulce reposo, permitiendo que ella padezca algún sufrimiento del cuerpo o del espíritu. Ella los recibe con tanta gratitud y los soporta con tanta paciencia y con tanta humildad, uniéndolos a los dolores de mi Pasión, que, calmado al punto por su amor, perdono a innumerables pecadores”. ¡Cuántas almas podríamos ganar con sólo sufrir las pequeñas cosas de la vida en perfecta unión de voluntad amorosa con Dios! ¡Cuánto consuelo podríamos dar a Jesús con un poco más de abnegación y esfuerzo en procurar el fervor de la santidad!

15. Nuestra vocación general y particular

Todos los cristianos están llamados a la santidad y perfección sin excepción alguna. Esta vocación general reviste innumerables formas, indudablemente, y comprende las razones que hasta aquí hemos ido apuntando. Todas las maravillas que la gracia obra en el alma cristiana reclaman, por consecuencia lógica y natural, esta nuestra aspiración constante a la santidad y perfección en cualquier forma que sea. Si queremos, pues, ser fieles a la vocación de cristianos (gracia inmensa que nos ha hecho Dios) debemos ser santos y perfectos.
Pero hay vocaciones particulares que obligan más estrechamente a la perfección: son las de las almas consagradas a Dios. La llamada a la santidad que hace Dios a su pueblo en el Antiguo Testamento, es particularmente aplicable a estas almas: “Seréis santos para Mí, porque santo soy Yo el Señor, y Yo os he separado de los demás pueblos, para que fueseis míos”. Con más razón puede decir al alma religiosa consagrada a Dios por los votos: “Te he escogido y separado de los demás pueblos incluso de tu propia familia, para que fueses mía y santa porque Yo, tu Esposo, Santo soy.” Falta enteramente a su razón de ser religiosa, aquella alma que no procura tender a la santidad; a ella le obliga delante de Dios y ante los hombres y se la pueden y aún deben exigir, Dios y los hombres. Al fin y al cabo se ha comprometido a ello por su libre voluntad y aquí está su mérito.
¿Y qué otra cosa puede pretender un alma esposa de Jesucristo crucificado que asemejarse a Él, y para conseguirlo dejarlo todo, e inmolarse ella entera en la misma cruz? ¿Cómo será su esposa si huye de Él porque sufre, porque es humillado, porque es pobre? Ser alma especialmente consagrada a Dios y no aspirar y procurar la santidad y perfección, es un contrasentido.

16. Nuestro propio bien

También nuestro propio bien reclama que procuremos la santidad y perfección con todas nuestras propias fuerzas. Nuestro bien supremo, mejor dicho único, es nuestra eterna salvación; y de ninguna manera mejor podemos asegurarla, que procurando la perfección. La comparación clásica
es clara y convincente por demás. Un barquero que ha de remontar el río con su barca no lo conseguirá sino a fuerza de remos sin parar; si deja de remar no sólo no avanzará sino que ni tan siquiera se podrá sostener en el mismo punto; necesariamente la corriente se lo llevará río abajo.
Pero debemos advertir a las almas timoratas, que no deben hacerse la ilusión de ver sus adelantos, en el camino de la perfección; y por lo tanto, aun cuando vean persistir en ellas sus mismos defectos y faltas, no lo han de tomar como una señal de no avanzar. Deben estar seguras de su santificación y perfeccionamiento mientras continúen su lucha con ellos, aunque no se vea la mejora exterior de sus defectos y caídas. El barquero que rema en alta mar no puede ver ni comprobar si adelanta ni cuánto; sólo sabe que si rema, no se queda en el mismo sitio, sino que avanza ciertamente.

 

FLORILEGIO ESPIRITUAL

En el transcurso de la preparación editorial de los libritos de la BIBLIOTECA EVANGÉLICA y estudio del tema ocurre tener que leer diversos textos espirituales interesantes, que duele pasarlos por alto porque no tienen una relación directa o lo bastante justificada con el tema del librito que se está preparando y escribiendo. Por otra parte no es congruente llenar de textos innecesarios el curso de la narración o explicación del tema que trata el librito, dándole una extensión innecesaria. Por esto ha parecido conveniente y útil añadir una sección accidental, titulada FLORILEGIO ESPIRITUAL, donde se puedan recoger estos textos escogidos, siempre que la compaginación proporcione un espacio oportuno para que se pueda incluir la mencionada sección.
Por otra parte un texto espiritual selecto, piadoso o instructivo, hace un gran bien al alma, sobre todo si es del Santo Evangelio o de la Sagrada Biblia en general; ilumina el espíritu, enciende el amor a Dios, consuela al alma y fortalece la voluntad en la santa Fe y en la lucha por la virtud. Estamos seguros de que no será inútil ni por demás este FLORILEGIO ESPIRITUAL en los libritos de la BIBLIOTECA EVANGÉLICA, antes bien, lucirán y darán su fruto.
19 marzo 1963

 

INVOCAD AL SEÑOR CUANDO LO TENEIS CERCA

Quaerite Dominun, dum inveniri potest; Invocate eum, dum prope est.
Buscad al Señor, mientras puede ser hallado; invocadle mientras está cercano.
(Is., 55, 6.)
El Señor está cerca de nosotros de cinco maneras:
1.ª En el tiempo de la aflicción. Cum ipso sum in tribulatione; con Él estoy en la tribulación. (Salmo 90,15.)
2.ª En el fervor de la oración. Prope est Dominus ómnibus invocantibus eum; el Señor está cerca de los que le invocan. (Salmo 144, 18.)
3.ªCada vez que llama a la puerta de nuestros corazones, atrayéndonos a Él y diciéndonos: Ábreme, hermana mía, esposa mía. (Cant. V.) Entonces abriéndole la puerta de nuestros corazones, debemos escuchar lo que dirá dentro de nosotros. Audiam quid loquatur in me Dominus. (Salmo 184, 9.)
4.ª En las grandes solemnidades de la Iglesia, pues en ellas la Iglesia nos presenta al Señor como cerca de nosotros por el recuerdo de sus misterios que ella pone ante nuestros ojos como si estuvieran presentes, y el Señor entonces reparte sus gracias con mayor largueza. Por eso dice San Bernardo: “Hermanos míos, la bendición es abundante, preparad vuestros corazones para recibirla.”
5.ª Mas por encima de todo, en la Sagrada Comunión. Entonces el Señor está, no solamente cerca de nosotros, sino dentro de nosotros.
He aquí los cinco tiempos más favorables para obtener lo que deseamos.
Venerable M. JULIANA MORELL, Religiosa dominica (siglo XVII).
Oeuvres spirituelles, Meditations pág. 356

 

MI UNION CON JESUS

Sus maravillosos frutos
1. —Nuestros actos, unidos a Jesús, esto es, hechos juntamente con Él y en Él, tienen el máximo valor, pues quedan divinizados.
2. —Este milagro lo hace la gracia santificante, porque nos hace participantes de la naturaleza divina, miembros de Jesucristo, como sarmientos vivos de la Vid mística que viven de la misma savia divina.
3. —Es un prodigio que se verifica continuamente en toda alma que vive en gracia de Dios; aunque ella no lo recuerde y aunque no lo sepa.
4. —Pero aumenta el mérito y la devoción al convertirlo en un acto reflexivo, ofreciendo amorosamente a Dios, todos y cada uno de nuestros actos.
5. —Para ofrecerlos así a Dios, basta con sólo quererlo, desearlo, con palabras o sin ellas. Basta una sencilla aspiración del corazón, un pensamiento, un levantar el espíritu a Dios, una mirada al crucifijo.
6. —Aquel que quiera expresar afectuosamente este su deseo y voluntad, puede escoger alguna de las aspiraciones o sentimientos siguientes, u otros semejantes:
“Hágase tu voluntad.”
“Dios mío, adoro tu divina voluntad; la acepto; la amo; la deseo; la agradezco; quiero cumplirla fielmente; me pesa y pido perdón de no cumplirla con más fervor y generosidad.”
“Dios de bondad, ACEPTO de corazón tu voluntad con todo lo que disponga de mí, de los míos, y de todas mis cosas.”
“Quiero TODO lo que Vos queráis, sea lo que sea, sin excepción.”
“TAL COMO lo queráis; alegre o penoso; dulce o amargo.”
“TANTO tiempo como lo queráis, por mucho que dure, toda la vida.
“PORQUE lo queréis, para unirme amorosamente a vuestra voluntad divina que es siempre bondad, sabiduría y amor.”
Album espiritual n.° 6, tomo 2.°

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