Aspectos de la piedad cristiana

Trata de la bondad, del trato y de la vida que debe observar la persona piadosa, como cualidades necesarias para perfeccionar su vida de piedad, sobre todo si desea obtener fruto de cualquier otro apostolado al que quisiera dedicarse.

BIBLIOTECA EVANGÉLICA DE LA INFANCIA ESPIRITUAL

ASPECTOS DE LA PIEDAD CRISTIANA

REV EUDALDO SERRA BUIXÓ, Pbro

EDITORIAL BALMES

 

ASPECTOS DE LA PIEDAD

I. La bondad

Nos concretaremos a dos aspectos solamente, pero que en cierta manera los comprenden todos: el interno, íntimo y personal, y el externo, social y familiar.
La piedad es absolutamente necesaria para ejercer el apostolado y practicar las obras de celo; y la piedad misma, por sí sola, es ya todo un apostolado y muy perfecta obra de celo.
Para ello es preciso que la persona piadosa esté dotada de verdadera bondad. No es ésta una cualidad especial o extraordinaria, sino general y obligatoria de todo cristiano. Es precepto claro y terminante de Jesús: Aprended de Mí, que soy bueno y humilde de corazón. La bondad de corazón es típica del cristiano, que no se ha de contentar de solas palabras o apariencias; y al cristiano piadoso, sobre todo si aspira al apostolado, le es necesaria la bondad de corazón, reflejo santo y sugestivo de la bondad divina, mostrada por el Corazón de Jesús en este mundo, y que nos propuso como modelo Él mismo.
Las mismas palabras de Jesús nos indican claramente cómo ha de ser nuestra dulzura y humildad, es decir, nuestra bondad de corazón: Mitis et humilis corde.
Mitis: significa suave, manso, dulce, bueno, benigno, bondadoso, condescendiente, asequible, dispuesto a acoger sonriente a todos sin distinción, amable siempre y tranquilo, bienaventuradamente pacífico… Evidentemente estos caracteres son más bien las manifestaciones de la bondad que su definición. Pero dan a comprender cómo hemos de portarnos para ser buenos, como nos quiere Jesús.
Humilis: se manifestará tal, quien sea verdaderamente humilde, modesto, parco, sobrio, recatado, mortificado, recogido, callado, abnegado, paciente, sacrificado, olvidado de sí mismo, magnánimo… Todo ello es consecuencia lógica de la condición previa que nos impone nuestro buen Jesús para seguirle y ser discípulo suyo: saber “renunciar a todo y a nosotros mismos”. Esto, unido a la caridad, hace al cristiano cumplido y santo.
Corde: de corazón, de verdad, en obras, con amor sincero, generosamente, con gozo, con prontitud, con alegría, con magnanimidad, perdonándolo todo a todos y olvidándolo todo… Eso implica una sinceridad absoluta con Dios y con el prójimo; ser bueno de corazón, perdonar de corazón, amar de corazón, como nos dice en diferentes ocasiones el Santo Evangelio.
Como se ve por las palabras de Jesús, la bondad del cristiano debe ser la copia exacta de la del Corazón de Jesús. No es simplemente la bondad natural, nacida de un carácter dúctil, o temperamento linfático; ni tampoco la amabilidad de una refinada educación, ni las deferencias elegantes de la cortesía, ni los cumplimientos y agasajos mundanos. Es cosa mucho más elevada que todo lo de este mundo. La bondad es más una disposición del alma que manifestaciones externas en el trato. Éstas se pueden fingir y simular sin tener verdadera bondad interior; mientras que la bondad de corazón se trasluce, aun sin las palabras ni actos exteriores.
Como virtud cristiana que es, nacida del Corazón de Jesús, es cosa sobrenatural. La bondad, para ser perfecta, para ser duradera, ha de buscar la imitación del mismo Dios, dice el P. Faber; y añade: la bondad
es una participación especial del espíritu de Jesús. Y la define de una manera exacta y completa cuando dice: La bondad consiste en el desbordamiento de sí mismo en los otros, en poner a los otros en el lugar de sí mismo y tratarlos tal como uno quisiera ser tratado. Lo cual es repetir en otras palabras lo que nos dice Jesús en su Evangelio: Todo lo que queréis que los hombres hagan por vosotros, hacedlo también vosotros por ellos. Porque ésta es la Ley y los Profetas .
Y esta dulce Ley del amor es la ley de nuestro Padre celestial, que es bondadoso hasta con los ingratos y malos, y quiere que amemos hasta nuestros enemigos.

II. El trato

Esta piedad bondadosa, dulce y serena, se ha de manifestar en el trato y en la vida del cristiano.
El trato de la persona piadosa debe ser una continua predicación muda a favor de la bondad. Debe evitar estas alzas y bajas en el humor que hacen tan desagradable el trato de ciertas personas. Desgraciadamente no es raro — dice el P. Faber — encontrar entre las personas que hacen profesión pública de piedad, una ausencia total de bondad en su trato; y esto, con gran daño del prójimo. La igualdad de carácter es cosa muy necesaria para mantenerse firme en la práctica de la virtud. Debe encontrarse dispuesta en todo momento a practicar un acto de caridad, a sufrir una pena, a cumplir un encargo, a dar un consejo, escuchar una queja, acompañar un dolor, a dar un consuelo.
Pero todo esto, que es tan difícil al cristiano vulgar, es como natural a la persona piadosa. La paz y la suavidad fluyen naturalmente de su espíritu impregnado de piedad; firmemente arraigada en la caridad y abnegación irradia paz en todas partes. Preguntada Santa Teresita cómo lo había hecho para llegar a aquella paz inalterable tan peculiar suya, contestó: Me he olvidado de mí y he procurado no buscarme en nada.
Y el Beato La Colombière dice igualmente: No hay otra paz más que en el perfecto olvido de sí mismo.
El amor a Dios, el trato íntimo de la oración con Jesús, dan esta eficacia inconfundible al trato del alma piadosa que resulta una imitación del trato del mismo Jesús. Dice el P. Faber: Solamente la intención de querer parecerse (imitar) a Jesús, pone en nosotros una fuente de suavidad que derrama la gracia hacia nuestro alrededor. Esta paz y suavidad deben hacerse visibles aun en aquellas personas dotadas de un carácter enérgico. Decía San Francisco de Sales: Dulcemente, suavemente; yo quisiera que estas dos palabras estuviesen escritas en cada una de mis acciones y de mis palabras. Y en otra parte dice: Poco y bueno, poco y dulce, poco y constante; no exijo nada más de mí ti de los otros. Y basado en el Santo Evangelio, afirmaba: La dulzura y la humildad son las bases de la santidad. Solamente a base de la propia abnegación, el alma piadosa puede mantenerse en esta paz y constante suavidad de trato, haciéndose toda para todos, como el Apóstol; sólo con el trato y amor de Jesús, puede tener esta eficacia de edificación su simple trato y sus palabras.
“Un alma que ama de corazón a Jesucristo —dice San Alfonso María de Ligorio — no está nunca de mal humor, porque no queriendo ella más que lo que quiere Dios, tiene siempre lo que quiere, y por eso está siempre tranquila y siempre igual en su interior. La voluntad divina la serena en todas las adversidades que le ocurren, y de aquí proviene que ejercita una mansedumbre universal con todo el mundo. Pero esta mansedumbre no se puede obtener sin un grande amor a Jesucristo.
Y, efectivamente, se ve que nosotros no somos mansos y suaves con los otros, más que cuando tenemos una mayor ternura para con Jesucristo.”
“La prueba del amor está en la exhibición de las obras”, dice San Gregorio. De manera que el afecto interior y la benevolencia exterior manifestada en actos positivos, constituyen la BONDAD EVANGÉLICA, LA BONDAD DE CORAZÓN.
Nos lo repite el Apóstol del Amor: Hijitos míos, no amemos de palabra o de lengua, sino de obra y en verdad .
Los frutos de la bondad de corazón son los de la Bienaventuranza relativa a los mansos, eso es, poseer la tierra. La tierra que llevamos, la tierra que pisamos, la tierra que esperamos, dicho en frase agustiniana.
Nosotros, hechos de barro, llevamos la tierra de nuestra concupiscencia, de la ira, del orgullo, de la sensualidad, y otras pasiones connaturales al hombre después de la caída original; y de tal manera bullen en nosotros que nos hacen perder el dominio que debemos tener siempre sobre nuestro espíritu, y cuando el hombre pierde el dominio de sí mismo es como una tabla arrastrada por la corriente de la inundación, o como una paja llevada por el remolino del viento. Pero la mansedumbre y bondad nos hacen refrenar de tal manera nuestras pasiones, que siempre conservamos el dominio de nosotros mismos, sin dejarnos dominar por la ira o por otra pasión. El hombre suave es el que tiene la posesión de sí mismo, es un hombre realmente superior que domina con su voluntad ordenada por la gracia, y pone orden a sus pasiones: posee la tierra que lleva en sí mismo. Por eso obra con una calma y serenidad imperturbables, prevé y medita lo que conviene hacer, y así resulta que el éxito corona sus trabajos.
La tierra que pisamos es la misma que habitan todos los seres humanos del mundo. Con la bondad nos ganamos las voluntades de aquellos que nos tratan, y la persona piadosa ha de tener empeño especial en ser bondadosa en el trato íntimo y familiar, y no ser jamás de aquellos que cita San Francisco de Sales, diciendo que son “ángeles fuera de casa y demonios en familia”. Con los de nuestra familia y comunidad, tenemos la obligación de ser más buenos y amables que con los demás; y, evidentemente, hay más virtud y piedad en practicar la bondad en familia que con los de fuera, pues para éstos usamos la simple educación para contenernos en la corrección debida, mientras que para los familiares con quienes tratamos sin cumplidos, hemos de menester la virtud, para mantenernos siempre en igual y paciente amabilidad.
Nada concilia tanto el amor y la estima de los hombres, y la amistad con Dios, como la dulzura y suavidad de corazón. “En la dulzura o bondad cristiana —dice el P. Meschler— hay una gran majestad, una verdadera superioridad intelectual, un imperio extraordinario sobre la voluntad, una prueba manifiesta de bondad, de paciencia y de sumisión y de humildad. Efectivamente, los suaves poseen la tierra que pisamos, porque se ganan la voluntad de todos, y dominan los corazones por la simpatía de la misma bondad.
Y esto nos gana no solamente los corazones de los hombres, sino hasta el corazón del mismo Dios. Se cumple la bienaventuranza declarada por el Divino Maestro: “Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra que esperamos, que es el Cielo.
Se comprende fácilmente cuán importante es la bondad de corazón, manifestada en el trato, para el ministerio apostólico y para toda obra de celo.
La bondad triunfa fácilmente, con naturalidad y sin esfuerzo; y lleva consigo las bendiciones celestiales de la paciencia y de la humildad. Dios no vino a fundar y extender su reino por medio de la fuerza de las armas ni por la superioridad del poder, antes al contrario, con la paciencia, con el trabajo, el sacrificio, la humildad, la abnegación, lo atrajo todo a Él.
Y de la misma manera y con las mismas armas han conquistado el mundo los apóstoles. ¡Quién es capaz de saber el bien que hace un cristiano solamente con este apostolado de la bondad!

III. La vida

La piedad debe manifestarse en todos los actos de la vida práctica, pública y privada. La vida de la persona piadosa ha de ser una vida ejemplar en toda la extensión de la palabra; intachable y austera de tal manera que no le quite el atractivo de la naturalidad y sencillez, de la franca cordialidad, suavidad y amabilidad; y esto siempre y con todos y en toda circunstancia y lugar.
Naturalmente que esto es más fácil de decir y proponer que de practicar; y exige toda la fuerza de nuestra convicción, y la sugestión de un ideal sentido y amado vivamente, para saberse abnegar en forma tan evangélica, que lleguemos a despreocuparnos de nosotros mismos, pues entonces tenemos la fuerza y libertad de espíritu para trabajar magnánimamente con plena caridad en cualquier obra de celo; para cumplir fidelísimamente nuestros deberes; para sufrir con serenidad y paz todas las penas y contrariedades; para vivir inalterablemente con este dominio de la vida en cualquier circunstancia en que nos hallemos, por difíciles y complicadas que fueren.
La vida de piedad irradia amor.
Y como nadie da lo que no tiene, es preciso llenar nuestro corazón de amor para poderlo también irradiar. Para que nuestra amabilidad, nuestra caridad, nuestro amor, no sea un engaño o una mera apariencia y cumplido, es preciso que estemos dotados de tal manera de este amor, que nos encontremos dispuestos a amarlo todo en todos por caridad sobrenatural.
Esto es una cosa que no se puede fingir ni simular; la simple apariencia no se aguanta ni dura. En cambio, si sentimos en nuestro corazón este “amorosimiento” (esta palabra no existe en el diccionario de la lengua castellana), esta disposición natural y espontánea a amar, no tendremos que hacer ningún esfuerzo para practicar constantemente la bondad. Es aquella ternura natural que sienten las almas santas más embebidas en el amor divino, como San Francisco de Asís, a quien le hacía tratar de hermanos al sol, a las estrellas, a la fuente y a los pájaros.
Es esta especie de unción natural que rezuma de un corazón enamorado, que lo encuentra todo más bello, más claro, más dulce, más amable, ¡qué poco le cuesta a un corazón enamorado ser amable y disfrutar dulcemente de la vida y trato social! Si ponemos en nuestro corazón esta disposición de amor nos será fácil hacer que para nosotros sean amables todas las cosas y personas, a pesar de sus defectos e ingratitudes.
Para ello conviene desprendernos de la tendencia simplista de clasificar a los demás en buenos y malos en general. Entre la gente religiosa se admite con demasiada facilidad. Un hombre malo puede tener y tiene realmente cosas buenas; y un hombre bueno puede tener y tiene realmente cosas malas. Delante de Dios, ¿quién es capaz de clasificar y juzgar sobre la bondad y malicia de los hombres? Juzguemos bien del prójimo, por malo que aparezca; en el fondo tiene un alma como la nuestra, con las mismas pasiones, defectos y cualidades; y si ha llegado a tal extremo, no sabemos si es todo culpa suya; en las circunstancias en que se ha encontrado, ¿quién sabe qué hubiéramos hecho nosotros? Seamos como quiere Jesús: Buenos con todos, incluso con los malos. Y lo mismo que Jesús, tampoco se cansan San Pedro y San Pablo de recomendarnos esta bondad para con todos.
Para conseguir estabilizar este amor y magnanimidad en nuestro corazón, nos ayudará sobremanera el meditar a menudo sobre el amor que Dios nos tiene a cada uno de nosotros, y ver la condescendencia infinita que usa, y la paciencia inacabable que tiene. Nada nos hace amar tanto como el sentirnos amados. Y Dios nos hace sentir ese proceder divino suyo, pues como dice el Apóstol San Juan, Él nos amó primero. No nos ha dejado nunca de amar, a pesar de nuestras ingratitudes y frialdades; y aun después de haber roto nosotros con su gracia y amistad, una sola palabra de nuestros labios ha bastado para concedernos el perdón, y con él todo su amor
y méritos antes contraídos. Éste es el modelo divino que hemos de imitar; ser buenos como lo es nuestro Padre celestial; como lo es nuestro Buen Jesús; como lo es nuestra Santa Madre la Virgen; como lo es nuestro Ángel, y todos los santos que nos ayudan e interceden por nosotros. Sigamos el mismo proceder; amemos primero nosotros a nuestro prójimo, quienquiera que sea, y él nos amará y amará a Dios.
El padre Faber, con penetrante observación, nos explica cómo la bondad triunfa en aquellas almas abatidas por el desaliento, que por otra parte resisten a los auxilios ordinarios de la gracia. “Una de las porciones más funestas de la herencia del pecado — dice —, incluso el pecado pasado, es el desaliento. Hay pocos obstáculos como éste, que ofrezcan tanta resistencia a la gracia, sin exceptuar la misma obstinación. Es posible que caiga un diluvio de gracia sobre un alma desalentada sin que dé muestras o señales de volver a la vida. La gracia pasa por encima de ella como la lluvia por encima de un tejado. Tanto si toma la forma de mal humor, de letargo o de ilusión, el abatimiento, para ser curado, exige un asedio en regla por parte de la misericordia divina; de lo contrario, se mantendrá hasta el fin.
’’Pero esta alma abatida y desalentada recibe una pequeña muestra de benevolencia, una mirada que le habla de simpatía, una palabra bondadosa, un simple tono de voz sinceramente afectuoso, y con este sencillo acto de humanidad, vuelve a tomar el camino que el desaliento le había hecho abandonar, sin regatear trabajo ni sacrificio. La falta, para aquella alma, hubiera podido ser el primer paso que la llevara a la perdición irremediable; y el aliento que le ha dado aquel acto de bondad ha sido el primer eslabón de la cadena de salvación que se llamará perseverancia final.”
“La bondad obra en ciertos caracteres más que en otros; pero en todos produce maravillosas metamorfosis.”
Esto nos muestra la responsabilidad que contraemos en no cultivar la bondad como condición indispensable para el fruto de la piedad. Ya hemos dicho que la ausencia de bondad en el trato causa gran daño al prójimo. En general, la gente juzga no más que por la bondad, pues es lo único visible, por mucha oración que se tenga y gran mortificación que se practique, sólo la bondad se ve, según afirma el P. Faber, y la experiencia nos lo enseña cada día.
Y terminamos con una observación de dicho autor, no muy halagüeña, pero justificada.
“La bondad — dice el P. Faber — reconcilia los mundanos con el hombre religioso; y por despreciables que sean los mundanos en ellos mismos, como que tienen un alma por salvar, sería muy de desear que las personas piadosas condescendieran a hacer su devoción menos angulosa y menos agresiva, cuando pueden hacerlo sin relajación ni concesión de principios (es decir, sin faltar a su conciencia). Considerados como clase, no es ciertamente entre los devotos donde se ha de buscar la bondad dulce y amable. Es escandaloso decir esto; pero como hay menos escándalo en confesarlo que en el hecho mismo, quiero aventurarme, para un mayor bien, a decir que la gente religiosa tiene en general algo de dureza. ¿Qué le vamos a hacer? Nuestra pobre naturaleza no puede hacerlo todo a un mismo tiempo, y demasiado a menudo se deja la bondad sin cultivar, como un campo del cual se desconoce el valor.
“De aquí proviene que alguna vez un hombre es caritativo, compasivo y generoso, sin tener este perfume de amabilidad y delicadeza que constituyen la bondad como la entendemos. Si añadiéramos nosotros este perfume a las gracias selectas que tal vez poseemos, entonces convertiríamos diez personas allá donde ahora una sola, con sus prejuicios, nos da tanto trabajo.”
“La bondad, como gracia, no es bastante cultivada ciertamente, mientras que la parte de la vida espiritual que nos repliega sobre nosotros mismos, para recogernos, estudiar nuestro interior y guardarlo, lo es demasiado exclusivamente” .
Como apéndice y complemento copiamos unos textos escogidos de «Instrucciones piadosas» n.° 111, sobre «La Bondad».

LA BONDAD

Un poder maravilloso

El hombre tiene sobre todo un poder en que no se fija bastante la atención, y del que ahora vamos a ocuparnos. Es el poder de hacer el bien en el mundo, o al menos de disminuir bastante la masa del padecimiento para hacerle muy diferente de lo que es. Ese Poder maravilloso se llama la Bondad.
Como nuestra conducta con respecto a los demás es la fuente más fecunda de nuestras penas más amargas, se sigue de ahí que si la bondad fuese nuestra regla de conducta, el mundo actual sería completamente trastornado. Por lo general somos desgraciados, porque el mundo no tiene corazón ni piedad; pero si el mundo es así, es por falta de bondad en las unidades que le componen; es decir, en cada uno de nosotros.
Veamos, pues, qué es la Bondad.

Qué cosa es la Bondad

La Bondad consiste en el desbordamiento de sí mismo en los demás; es el colocar a los demás en el lugar de uno mismo, y en tratarlos como cada uno quisiera ser tratado. Nos traspasamos, por decirlo así, a otro, y por el momento nos vemos en él, y él en nosotros; nuestro amor propio se despoja de su forma, y se complace en olvidarse. Pero no podemos hablar de virtud sin que eso nos conduzca al pensamiento de Dios. ¿Qué sería, pues, para el ser soberanamente dichoso y eterno ese desbordamiento de sí mismo en los demás? ¿Qué sería si no el acto de creación? La creación fue una bondad divina. De ahí dimana, como de su fuente, toda bondad creada, con sus influencias, sus dulzuras y todos sus desarrollos reales o posibles. He aquí seguramente una genealogía honorífica para la virtud que nos ocupa.

La Bondad, imitación de la Providencia divina

La Bondad es además el sentimiento que nos hace acudir en auxilio de nuestros semejantes que lo necesitan, y a ayudarlos en lo que alcanza nuestra posibilidad. Pues bien, tal es la obra de los atributos divinos para con las criaturas; la Omnipotencia vela sin cesar en reparar nuestras debilidades; la justicia en corregir nuestros errores; la misericordia en consolar los corazones que nosotros hemos despedazado; la verdad repara constantemente las consecuencias de nuestra falsedad, y la ciencia infinita saca partido de nuestra ignorancia, como de un cálculo profundo. En una palabra, el auxilio constante que las perfecciones divinas prestan a nuestras imperfecciones y la Bondad es nuestra manera de imitar esa acción divina.

La Bondad es magnánima

La Bondad lo dulcifica todo. La Bondad es la que convierte en flores la savia de la vida, y le da sus colores deliciosos y sus perfumes balsámicos. Ya sea atenta con los superiores, ya llegue a ser la sirvienta de los inferiores, ya se familiarice con los iguales, sus procedimientos están marcados por una prodigalidad que la más estricta discreción no podría vituperar. Lo que hace superfluo, una vez cumplido, parece que no había nada más necesario en el mundo. Si consuela una pena, hace algo más que calmarla; si alivia una necesidad, no puede contenerse, y va mucho más lejos; su manera de hacer es una ventaja apreciable. Puede ser mesurada en sus dones; pero nunca lo es en la afabilidad con que los da. Pues bien, ¿qué es todo sino una imagen de la profusión del gobierno divino?

La Bondad manifiesta su origen divino

Tan cierto es que, adondequiera que volvamos la vista, encontraremos la bondad enlazada con el pensamiento de Dios. En último resultado, el impulso secreto, el instinto que nos hace obrar por bondad, es la porción más noble de nosotros mismos, el vestigio más incontestable de esa imagen de Dios que nos da fe en el origen. No debemos, pues, mirar la bondad como un desarrollo común y vulgar de nuestra naturaleza; es la gran nobleza de la humanidad que por todas partes deja vislumbrar su tipo celestial y sus ramificaciones con los misterios eternos; es algo que tiene más de Dios que del hombre, o por lo menos, que sale del alma humana, justamente por donde la imagen divina ha sido más profundamente grabada.

La Bondad es fecunda y hace prosélitos

Siempre la bondad se gana los corazones; una buena acción no va jamás sola; la fecundidad le pertenece de derecho; una conduce a otra y nos impele indefinidamente. Nuestro ejemplo lo imitarán otros, y ese acto único echa raíces en todas direcciones; y las raíces producen nuevos vástagos, que llegarán a ser árboles con un desarrollo tan extenso como rápido. No solamente se muestra esa fertilidad en nosotros o en los que siguen nuestro ejemplo, sino, sobre todo, en la persona misma que ha sido objeto del beneficio. La obra maestra de la bondad es, en efecto, el implantarse en los que reciben sus frutos y hacerlos también benévolos. Los hombres mejores son los que han encontrado más benevolencia.
Por todos esos motivos se ve que el mayor servicio que puede prestarse a cualquiera es el manifestar benevolencia. Después de la gracia de Dios no hay nada más precioso para él.

La Bondad va acompañada de muchas gracias, especialmente de la humildad

Diríase que la benevolencia conoce un manantial secreto de gozo en las profundidades del alma, y que no puede tocar a él sin que se inunde el corazón. Una felicidad íntima sigue siempre a una buena acción. Pues bien; ¿quién no ha experimentado que un sentimiento de felicidad es la atmósfera en donde se hacen las cosas grandes para Dios? Además, la bondad es una ocupación que nos acerca constantemente a nuestro Creador, y que supone muchas operaciones sobrenaturales en los que se dedican a ella por motivos de fe. Una multitud de gracias, más de las que se necesitarían para formar un santo, la acompañan o la siguen.
La experiencia parecería probar que la benevolencia no brota espontánea y naturalmente en el terreno de la juventud. Nos hacemos más benévolos según vamos avanzando en edad; y aun cuando indudablemente se encuentran naturalezas bien dispuestas desde la cuna, rara vez se ve a un joven, o a una joven, verdaderamente serviciales. Y del mismo modo que en el mundo natural la bondad supone cierta edad, en el mundo espiritual supone cierta gracia. No pertenece al primer fervor, sino a la madurez; y, en realidad, la bondad cristiana supone un grado que casi garantizaría la práctica de la humildad. Un orgulloso rara vez es benévolo; pero, mientras la humildad nos dispone a la bondad, ésta nos hace humildes, y es uno de los numerosos ejemplos que prueban que las virtudes y las buenas cualidades son alternativamente efecto y causa unas de otras, y que se reproducen espontáneamente. Decir que la humildad es una virtud fácil de adquirir, sería una locura: el primer escalón es muy difícil de subir; pero puede decirse, en elogio de la bondad, que es para ella el camino más seguro y más fácil. Pues bien; ¿no es precisamente la humildad lo que necesitamos, lo que deseamos, lo que debe romper nuestras barreras, y ponernos en disposición de dirigirnos más libremente a Dios?

Otros frutos de la Bondad

La Bondad nos proporciona tantos bienes, que quizá sería más fácil decir lo que no hace que formar el resumen exacto de sus beneficios. Opera más sobre unos caracteres que sobre otros; pero en todos produce maravillosas transformaciones. Ella es la que ayuda a la mayor parte de los hombres a despojarse de lo que la juventud tiene de poco complaciente y de lo que la edad madura tiene al principio de despreciativo. No podría creerse cuán poderosa y dulce es a la par que enérgica y apacible, constante y afortunada en su influencia sobre nuestras disposiciones, y cuán reflexivos y considerados nos hace. Puede suceder que algunos actos aislados de benevolencia sean el fruto de un impulso pasajero; sin embargo, aquel cuyos impulsos son buenos, no puede dejar de ser bondadoso. En el fondo y a la larga, los hábitos de benevolencia llegan a ser un progreso sólido y voluntario en la generosidad, más bien que una simple serie.
La constancia y la firmeza en semejantes hábitos suponen una reflexión seria, resolución y espíritu de sacrificio. La mayor parte del tiempo nuestra posición exterior es tal, que sin culpa nuestra nos encontramos sin ánimo de proseguir, como sería de desear, en el bien que quisiéramos hacer; es preciso, pues, acomodarnos a las circunstancias, economizar nuestros recursos, aprovechar las ocasiones; y por una obra maestra de gracia, saber esperar y tener paciencia para hacer el bien a los demás. Todos esos obstáculos hacen nuestra bondad más atractiva; eso da un colorido de sensibilidad a nuestro carácter, cuyas asperezas desaparecen, y una sombra de seriedad a nuestros corazones para realzar su belleza.
Un hombre de bien jamás se ocupa de sí mismo; es jovial, simpático y valiente. En una palabra: ¿cómo hemos de expresar todos los bienes que nos vienen de la bondad? Su práctica nos prepara de una manera especial a las vías del amor puro y desinteresado del misino Dios.
Seguramente no podemos decir que este asunto es poco importante; es, en realidad, una parte considerable de la vida espiritual. En todas las regiones de la espiritualidad, la bondad encuentra un sitio pai4a sus diferentes funciones, y en ninguna parte desempeña un papel inferior. Es, además, una participación especial en el espíritu de Jesús, vida de toda santidad. Reconcilia a los mundanos con el hombre religioso; y por más despreciables que sean los mundanos por sí mismos, como tienen almas que salvar, sería de desear el que las personas de piedad condescendiesen en hacer su devoción menos angulosa y menos agresiva, cuando puedan hacerlo sin relajación y sin concesión de principios. Considerados como clase, no es entre los devotos en donde debe buscarse la bondad dulce y amable. Escandaloso es decirlo; pero como hay mucho menos escándalo en la confesión que en el hecho mismo, quiero aventurarme, para el mayor bien, a decir que las gentes religiosas tienen, por lo general, alguna dureza. ¿Qué queréis?… Nuestra pobre naturaleza no puede hacerlo todo a la vez, y con demasiada frecuencia se deja la bondad sin cultivo, como un campo cuyo valor se desconoce. De ahí proviene el que a veces se vea alguna persona caritativa, compasiva y sensible, sin tener ese perfume de amabilidad y delicadeza, que constituye la bondad tal como nosotros la entendemos. Añadamos ese aroma a las gracias de elección que tal vez poseamos, y convertiremos diez personas, en donde las preocupaciones de uno solo nos dan ahora bastante hebra que torcer.
Considerada desde su verdadero punto de vista, la bondad es la gran causa de Dios en el mundo. Allí en donde es natural, es preciso sobrenaturalizarla y, en donde no es natural, es preciso implantarla sobrenaturalmente. ¿Qué es nuestra vida sino una misión de ir por donde quiera que pueda llegar, para reconquistar el dominio de este desgraciado mundo, a la beatitud divina? Eso debe ser un sacrificio de nosotros mismos, en honor de la vida divina, por el maravilloso apostolado de la bondad.
P. WILLIAM FABER, Conférences: la Bonté.

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