Conversaciones Espirituales sobre la Misericordia Divina

Maravillosa avenencia de la misericordia y el pecado.

BIBLIOTECA EVANGÉLICA DE LA INFANCIA ESPIRITUAL

CONVERSACIONES ESPIRITUALES SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA

Juan Juliá, Pbro.

EDITORIAL BALMES

 

CONVERSACIONES ESPIRITUALES

Hemos de advertir, que según ya se desprende del mismo título, la doctrina expuesta en estas conversaciones es solamente para las personas que tienden activamente a la perfección espiritual.

I Sobre la infinita misericordia

—Sabiendo que la misericordia de Dios es infinita y confesando que no podemos evitar absolutamente las faltas y pecados, ¿cómo es posible que nos domine tan fuertemente el temor en nuestras recaídas?

—Realmente es cosa muy triste este temor de desconfianza que tienen muchas almas devotas, las cuales no parecen cristianas, en el sentido de que no sirven a Dios como a un Padre, sino con un temor excesivo de esclavos o de simples vasallos. Aunque dicen que no temen por sus faltas repetidas y no enmendadas, es lo cierto que esta desconfianza es una afrenta a la infinita misericordia. En realidad, sienten en su corazón un Dios de infinita justicia, Juez rigurosísimo, y, cuando quieren hablar de un Dios infinitamente misericordioso, como no lo sienten vivamente en su interior, su manera de hablar produce más la impresión del temor por la justicia que la impresión de la confianza en la misericordia. Son como los que cantan de oídas, que ni saben las notas ni ejecutan con afinación lo que quieren cantar. Muchas almas, por cierto muy religiosas, ensalzan y cantan la misericordia de Dios, pero como lo hacen únicamente de oídas, en la práctica desafinan horriblemente y dejan malparada la misericordia divina que, con sus hechos, demuestran que no confían mucho en ella.

—A la verdad, confieso que lo sentimos tal como lo habéis explicado; pero tal vez es exagerado decir que no contamos con la divina misericordia. Confieso que, si no fuese por la misericordia divina, ya estaría condenado. Y creo que si no caigo en pecados más graves, es por la misericordia infinita. Y confío salvarme por la infinita misericordia de Dios.

—Muy bien hablas, pero los hechos demuestran hasta dónde llega esta confianza en la infinita misericordia. Las primeras veces que quebrantas un propósito firme y decidido de no caer en tal o cual falta, pides, humilde y confiado, perdón a Dios, animándote con la persuasión de que no volverás a caer. Al cometer nuevas faltas, pides de nuevo perdón, pero ya desconfías de poder dar palabra tan firme como al principio. Y, al volver a caer, ni te atreves a pedir perdón ni quieres renovar el propósito. Y dime ahora si es esto confiar en una misericordia infinita o simplemente en una paciencia limitada aunque sea la paciencia de un santo. Y repito que esta desconfianza producida por nuestras faltas, es una injuria a la misericordia de Dios. Y Dios se duele más de esto que de las mismas faltas cometidas.

—No creo ofenderte con esto: antes, al contrario, confieso mi culpa que le ha ofendido…

—Una confesión sin confianza es cosa que desespera… Y en los cristianos es una verdadera locura.

Oye:

Hace muchos siglos, cuando todavía no se escribía la historia, existía una región muy desgraciada, que no tenía, en ninguno de sus pueblos, una sola persona que gozase de salud: todos estaban enfermos. Las causas principales eran el lugar pantanoso infectado, la herencia que transmitía la enfermedad de padres a hijos y la incuria de aquellas gentes, la cual hacía que el mal se propagase de tal manera que, más que epidemia, era ya un mal endémico en aquella tierra. Un médico de ciudad, sabio y caritativo, que a todos curaba, rico, y que ejercía la carrera por afición, se presentó en aquellos pueblos movido de su buen corazón y del deseo de curar a aquella pobre gente… Una vez hubo llegado, dijo que visitaría a todo el mundo de balde, estuviese donde estuviese el enfermo; que él mismo les daría los medicamentos y que les aseguraba la salud si guardaban sus prescripciones. Primero visitó a centenares de enfermos, pues todos acudían a él. Pero después no se atrevían a volver, por temor, según decían, de molestarle, porque era tan sabio, rico y bueno; y fueron poquísimos los que se le acercaron por tercera vez. Era inútil que les repitiese que por esto precisamente había ido, por su afición a curar a los enfermos; que aquello era lo que más le gustaba. A pesar de todo, le respondían que estaban demasiado enfermos, que no merecían médico ni medicinas. Y aun les parecía que había de dar preferencia a los enfermos leves y no a los que estaban graves—. ¿Qué te parece del proceder de aquellos hombres? Enfermos y necios, ¿no es verdad? Pues así obran aquellas almas, de las cuales hablábamos, pues el caso no es cuento, según parece; es historia real y verdadera. Aquella región es este mundo; el médico es nuestro Salvador, Jesús; y los enfermos y necios somos nosotros, que ni de balde ni para dar gusto al buen Jesús nos queremos dejar curar, con el pretexto de que estamos demasiado enfermos. Las causas de nuestras miserias y enfermedad espiritual son principalmente la misma región, o sea el mundo que lo acarrea consigo, la herencia, que hemos recibido de nuestros primeros padres Adán y Eva, finalmente, nuestra incuria, la cual hace que con el mal ejemplo y el escándalo se propague el mal. Viene el médico divino, el buen Jesús, y por temor de molestarle, porque Él es infinitamente sabio y poderoso por no abusar, como dicen algunos, de su bondad infinita, no nos atrevemos a acudir a Él con bastante frecuencia, para pedirle perdón por nuestras recaídas. Y llega tan lejos nuestra locura, que decimos que, precisamente porque estamos demasiado enfermos, no merecemos que Dios nos cure; por ser demasiado pecadores no merecemos la misericordia infinita. ¿Es posible encontrar mayor contrasentido? ¿Qué haría Dios de su misericordia si no fuesen nuestras miserias y pecados? Para perdonar pequeñas faltas y a las almas más santas, no sería menester una misericordia infinita; un poco de divina misericordia sería bastante. Procura entender bien lo que dice San Francisco de Sales, que el trono de la divina misericordia son nuestras miserias, y que, sin éstas, no podría ejercitarse.

—Veo claro esta explicación, pero he de hacer todavía una grave advertencia.

—Pues ya volveremos a hablar de ello.

 

II Sobre el derecho a la misericordia

—Reanudemos nuestra conversación y dime qué observación querías hacer sobre la misericordia infinita y sobre nuestras faltas.

-Muy sencillo: primeramente que, siendo casi siempre las faltas y caídas sobre una misma cosa, demuestran, si no una malicia mayor, a lo menos una voluntad poco decidida y no bien resuelta a corregir aquella falta en la cual se cae con más frecuencia.

—De manera que, según tu parecer, el faltar en una sola cosa es peor que el faltar en muchas o en varias. No veo por qué. ¿Qué persona te parece más flaca en el andar, la que sólo se fatiga o cae en las subidas, o la que resbala y cae en las subidas, en las bajadas y en el terreno llano?

—Evidentemente esta última.

—Pues ¿por qué te parece menos santa o de no tan buena voluntad aquella alma que sólo cae en lo que le viene más cuesta arriba, la que únicamente afloja y se cansa en una sola cosa y hace bien todas las demás?

—Realmente, quizá era más bien una impresión y no una razón verdadera, que ya veo que no existe. Pero quiero advertir que, cuando en una misma cosa, se cae un día y otro día, un mes y otro mes, años y más años, se llegan a multiplicar las faltas de una manera tan aterradora, que llegan a millares de millares, y siendo esto así…

—Detente; no sigas por este camino, pues saldrías mal librado. Llegarías a decir una herejía, si afirmases que, en llegando las faltas a miles o a millones, acaban por agotar la misericordia de Dios.

—No quiero decir precisamente esto, sino que siendo por culpa nuestra las recaídas más o menos voluntarias, resulta que es un abuso de las gracias que Nuestro Señor nos da; pues si, a pesar de reconocer que una cosa es falta o pecado y de haber propuesto no cometerlo jamás, después soy inconstante en poner los medios y vuelvo a caer y a recaer en él, diez, cien y mil veces, es manifiesto que abuso de la gracia que Dios me hace al iluminarme y al darme a conocer aquel desorden, de la gracia que me otorga al hacerme proponer la enmienda, de la gracia de ayudarme a comenzar a poner los medios, y de muchas otras inspiraciones. Y al abusar de la gracia de Dios, ya no hay derecho a la misericordia. No porque no sea infinita, sino por culpa nuestra, pues impedimos que se ejercite en nosotros.

—¡Qué manera de enredar la madeja! Perdóname si te hablo en esta forma: no sabes lo que dices e ignoras lo que es el abuso de la gracia. Abusar de la gracia no es de ningún modo recaer mil y millones de veces en una misma falta.

Abusar de la gracia es despreciarla, prescindir de ella, fiarse de ella para pecar más libre y obstinadamente; en una palabra, es vicio de la voluntad, es malicia deliberada, pero no flaqueza y miseria únicamente. Me dices que precisamente muchas de estas recaídas son voluntarias, por la razón de que te das cuenta de ellas. Empero no quisieras cometerlas. Son, pues, faltas voluntarias, que no quieres, lo cual es un contrasentido. Di que es una flaqueza de la voluntad y no malicia, y lo dirás mejor. Prescindiendo de que los pecados y faltas absolutamente involuntarias no son imputables como pecados, puedo asegurarte que es muy difícil distinguir cuando una de estas faltas que se cometen con cierta advertencia son verdaderamente voluntarias. Si no, dime: ¿quisieras cometer un pecado mortal, ni siquiera venial, por todas las riquezas, por todos los placeres y por todos los honores del mundo, aunque fuese para conservar la vida, si necesario fuere?

—Seguramente primero quisiera morir que pecar.

—¿Y retractas, acaso, esta voluntad, cuando cometes aquella falta en que caes con más frecuencia y que te parece tan voluntariamente culpable?

—Es evidente que no.

—Pues si aun entonces mantienes la voluntad firme de no pecar por nada del mundo, ¿cómo puedes decir que también tienes voluntad de pecar o de caer en falta? Querer y no querer al mismo tiempo es imposible.

—Ya lo veo, pero siento que en ello tengo culpa.

—Más aún: si en aquel preciso momento en que cometes o vas a cometer aquella falta te dijesen que te darán todo el mundo por paga, ¿no te parece que entonces de ninguna manera la querrías cometer?

—Es verdad; nunca había pensado en ello. No me explico estos contrasentidos.

—Se explican perfectamente, si nos hacemos cargo de que en las personas de vida piadosa, que están siempre en una habitual disposición de querer morir antes que pecar, las faltas cometidas no son tan voluntarias o deliberadas como a primera vista parecen. Por lo que, si cualquiera reflexión o acontecimiento aviva la deliberación de la voluntad, entonces se pone de manifiesto la voluntad firme y deliberada de no pecar.

—Me consuela más esto que todo cuanto me habéis dicho antes.

—Dices esto porque te parece que, si no tienes tanta culpa, eres más digno de aspirar a la misericordia. Pues te equivocas. Es más digno de misericordia aquel que ha cometido más pecados, mayores y con más malicia.

—¡Esto sería el mundo al revés!

—No, hijo, que es al derecho. Si sólo puedes dar una limosna y se te presentan diez pobres a pedírtela, ¿cuál escogerás? ¿el más sano y arreglado o el más contrahecho y miserable de todos?

—Sin pensarlo un momento, escogeré el más pobre.

—Claro está, porque mayor pobreza y miseria exigen, con más derecho, la compasión y la limosna. Pues, ¿puede haber mayor miseria que la del alma que ha cometido deliberadamente un pecado mortal? Y Dios, mejor que nadie, ve claramente esta miseria con todo el horror y lástima que a la vez inspira. Luego, así como tiene más derecho a la limosna el más pobre de todos los hombres, así también el más miserable de los pecadores reclama con mayor derecho la misericordia infinita.

—Pues entonces salen mejor librados los que más han pecado.

—¡No digas necedades! La desgracia de cometer un solo pecado mortal es tan grande, que, aunque nos diesen el cielo para que lo cometiésemos o nos pusiesen en el infierno por negarnos a ello, jamás deberíamos querer hacerlo. Pero Nuestro Señor sabe sacar mucho provecho de cualquier mala acción nuestra. Dios no quiere el pecado, pero ha preferido sacar del mal bien, que impedir absolutamente la posibilidad del mal. Y todavía te diré otra cosa sobre la confianza de los pecadores en la misericordia divina: y es que, en cierta manera, el acto de confianza en la misericordia infinita que hace un pecador, es más puro que el que hace una alma justa. Pues ésta espera ordinariamente en la misericordia, pero confía algún tanto en que su conducta no ofende gravemente a Dios. Mientras que el pecador que confía en Dios, se apoya única y puramente en la misma bondad y misericordia divinas, pues, si se mira a sí mismo, no encuentra más que pecados y carencia de virtudes. De manera que toda la esperanza de su salvación la tiene puesta únicamente en la infinita misericordia de Dios.

—Esto parece una apología del pecador; parece que se canten sus glorias.

—¡Tristes glorias las del pecador! Pero no lo extrañes; hablo por egoísmo, por propio interés; soy parte interesada y defiendo a los míos. Por necesidad, buscamos una rendija o un rincón por donde meternos en el Corazón de Jesús y mantenernos al abrigo de las tempestades de las tentaciones y contra los fríos de la desconfianza, que todo lo hiela en el corazón antes de que florezca…

—Y, a fe mía, que me gusta conocer estos rincones y estas rendijas, porque también tomo candela.

—Pues todavía me queda alguna cosa más que decir sobre la misericordia divina, de la cual hablaremos otra vez.

 

III Los fundamentos de la misericordia infinita

—Reanudemos la conversación sobre la misericordia para que acabe de instruirme, pues veo que tenía de ella una idea muy equivocada.

—A la verdad que así la tenías, y me place en gran manera hablar de ella. Busquemos el fundamento de la misericordia y verás como nuestra conducta no puede ser otra cosa que un acto continuado de confianza en Dios.

—¿Aunque estemos tan cargados de faltas?

—Sí, hijo mío; precisamente por esto. Nuestras faltas no cambian en nada la manera de ser de Dios, que es misericordia por esencia. La misericordia es en Dios un atributo necesario y esencial, como lo es la justicia, la bondad, la omnipotencia y todos los demás. La manera como sabe conciliar Dios Nuestro Señor el ejercicio de estos atributos en una misma cosa acerca de la cual parecen contrarios (como la justicia y la misericordia respecto al pecador), es cosa que no está a nuestro alcance ni tenemos obligación de saberla. Nos basta con saber que estos atributos se ejercitan admirablemente ordenados a su gloria y a nuestro bien. Escucha ahora sobre este punto un fragmento de un autor moderno, que voy a leerte.

“Dios es la misma bondad, o, como dice San Juan, Dios es amor. Aunque la bondad y el amor son, en el fondo, una misma cosa —dice Monseñor Gay—, no obstante, según nuestra manera de entender, la idea de amor añade alguna cosa a la idea de bondad. La bondad es un tesoro; el amor es la mano bienhechora que lo da. Según expresión de San Dionisio Areopagita, el amor empuja a la bondad persuadiéndola y provocándola a producir el Universo y todo lo creado. La bondad de Dios es amante, y lo es en tal grado que llega a amar la nada, y entonces es cuando crea y son hechas las criaturas. Pues si por amor llega a amar la nada y a sacar de ella las criaturas, ¿con qué amor no amará las cosas que ya ha creado?” “Dios ama, Dios nos ama, y nos ama porque es amor. Existir, amar, y ahora, cuando ya existimos, amarnos, es para Él una sola y misma cosa, un solo y mismo impulso. Siendo esto así, ¿la esperanza no es para nosotros un deber? A cualquier extremo que llegue la esperanza, ¿podrá decirse jamás que es excesiva? Y si todavía permanece en nosotros la desconfianza, ¿será de verdad excusable?”

”Se dirá que hay de por medio el pecado. ¡Ah! demasiado cierto es que el pecado se encuentra en todas partes; y, dondequiera que esté, crea un problema, lleva consigo una complicación, levanta un obstáculo: problema para nosotros, complicación en nosotros, obstáculos delante nosotros. Mas, ¿existen problemas para Dios? ¿Se le puede cerrar el paso u oponerle barreras? Se detiene, cuando quiere, pero únicamente porque quiere; pasa por donde le place pasar. El pecado afecta a Dios en el sentido que le ofende; nunca le afecta en el sentido de modificarle. En todo caso modifica sus actos; pero lejos de modificar su esencia, ni siquiera llega a cambiar en nada su disposición primordial y fundamental para con nosotros, es decir, el amor que nos tiene. Así como en presencia de la nada su bondad se convierte en amor, de la misma manera ante el pecado su amor se convierte en misericordia, y con esto queda dicho todo. Sí, todo está ya dicho, pero con una condición: que el pecador espere y confíe. Y, en cierta manera, nadie tiene tanto derecho a esperar en Dios como el pecador. Es indudable que la santidad divina tiene tanto horror al pecado, que obliga a su justicia a castigarlo con penas espantosas; pero precisamente por esta causa la misericordia se conmueve incomparablemente más que ante las otras desgracias que pueden sucedernos. Porque, al fin y al cabo, si se mira por el lado de la pena que merece, el pecado es la pérdida de Dios; es, pues, un mal supremo y verdaderamente la miseria más absoluta. ¿Y adónde va regularmente la mayor compasión, sino a la mayor miseria? Tal es, pues, la razón por la cual la misericordia divina se excita ella misma, más aquí que en otra cosa, a fin de que el pecador, provocado y libremente decidido por ella, se arrepienta, confíe, obtenga el perdón y se salve. Por donde se ve que el mismo ardor de la ira, es, en Dios, una nueva fuente y más viva de bondad y de piedad, y se convierte, desde entonces, para nosotros, en un nuevo fundamento de esperanza1.

—¡Qué página más hermosa acabo de escuchar! Me parece como si realmente se hubiesen trastocado mis pensamientos sobre la misericordia, porque lo veo todo diferente de como lo veía antes.

—No es extraño, pues hasta ahora no habíamos llegado al fundamento y raíz de la misericordia infinita, que es la misma esencia de Dios.

—Claro está que, mirado así, la desconfianza es una injuria a Dios y una herejía…

—Puestos a glorificar a Dios en este su atributo, cuantos más pecados nos perdona Dios, más glorificada queda su misericordia. De aquí se sigue que la multitud de faltas y pecados, y aun la gravedad de los mismos, es un motivo, no para desconfiar, sino más bien una razón para más alentarnos a pedir y a confiar en el perdón. Y así, el profeta David, al pedir a Dios perdón, le decía que le perdonase su pecado, porque era muy grande. Tu propitiaberis peccato meo: multum est enim (Salm XIV, (7-11). Parece que debería decir lo contrario, o sea que la bondad de Dios es muy grande y que debería buscar excusas para disminuir el pecado. Pero no; dice que su pecado es muy grande, porque así Dios tendrá más interés en borrarlo y perdonarlo y saldrá de ello más glorificado. Como realmente glorifica más a Dios una pecadora como la Magdalena, que se santifique, que la conversión de quien solamente ha cometido un pecado. De la misma manera, para despertar más nuestra conmiseración y caridad, el pobre nos muestra las mayores miserias que padece y aun las exagera para movernos más y más.

—Estas consideraciones me dejan desconcertado. Las veo claramente ciertas y evidentes, y, no obstante, siento como un temor de entender las cosas al revés.

—No te parezca extraño; esto proviene de que nunca sabemos distinguir ni separar el pecado del pecador, ni en nosotros mismos ni en los demás.

—En cuanto a mí, me parece que compadezco al pecador…

—Sí, pero no basta: falta amarle, sin dejar de aborrecer el pecado; de la misma manera que una madre ama a su hijo y aborrece las llagas asquerosas que lo afean y los defectos que le hacen desmerecer. Hemos, pues, de estudiar en el Corazón de Jesús cómo hemos de amar al pecador y cómo hemos de aborrecer el pecado.

 

IV Cómo se ejercita la misericordia

—Prosigamos la conversación sobre la divina misericordia, pues ya la echo de menos.

—Lo mismo me ocurre a mí. Siento de ello uno necesidad.

—Quiero saber qué hay que hacer para amar al pecador y aborrecer el pecado, pues no sé hacerlo cuan conviene.

—El P. Segneri, S. J., en su libro El Cristiano instruido en su Ley, lo explica magníficamente. “Tiene Dios tanto horror al pecado, que, para arrancarlo de los corazones, no solamente se humilló hasta la muerte de cruz cuando se encarnó, sino que aún ahora, glorioso en el ciclo, se humilla hasta suplicar2. Empero advertid bien por qué. ¿Habéis visto alguna vez un cazador en el momento en que va a disparar sobre una pieza? Ved como se guarda de hacer el más leve ruido, como se agacha y aun, si conviene, se arrastra por tierra. ¿Y por qué? Para matar la pieza que quiere cazar. Pues bien, éste es el objeto de las súplicas del Señor, de su paciencia, de su calma, de su silencio, mientras le ofendemos. Si el Señor precipitase en seguida al infierno al alma culpable de pecado mortal, claro está que siempre mataría al pecador; pero jamás exterminaría el pecado” —al contrario de lo que quiere, a saber, exterminar el pecado y salvar el pecador—. Condenado al infierno, el pecado se eterniza tanto como su mismo castigo, pues el pecador muere en la voluntad de pecar; jamás cambiará esta voluntad en que le sorprendió la muerte.

“Pero precisamente porque el odio divino va directamente contra la falta y sólo indirectamente contra el pecador por causa de la falta, por esto Dios pone tantos medios: se humilla, adelantándose Él amorosamente para separar el pecado del pecador, y matar a aquél, pero salvando a éste, no decidiéndose a perder al culpable, a no ser que la obstinación de su libre voluntad en no apartarse de la culpa, no permitiendo ya a Dios matar el pecado en el pecador, le obligue a matar al pecador en el pecado.”

¿Ves ahora claramente la inmensa separación que, en el Corazón de Jesús, existe entre el odio al pecado y el amor al pecador.

—Realmente, el mismo delirio siente por una cosa que por otra.

—Aunque Jesús, nuestro Salvador, tiene sus preferencias por las almas puras e inocentes, no obstante vino al mundo a buscar, no a los justos, sino a los pecadores Y si no, dime: ¿para qué servirían los sacramentos, si no hubiese pecados que perdonar? ¿Por qué habría sufrido treinta y tres años de vida mortal, rematada en un suplicio de cruz, y derramando hasta la última gota de su sangre? ¿Qué objeto tendrían unos méritos tan divinos e infinitos, si no fuese para perdonar inmensas iniquidades y miserias?

—A la verdad, un remedio tan grande y abundante como el que nos trajo Jesús, bien hubo de ser para un mal también muy grande y abundante.

—“Cuando Jesús —dice Santa Gertrudis—, no encuentra almas bastante puras para estar en ellas como esposo, permite que se pongan enfermas para acudir como médico.” El pecador, al mostrarle sus miserias espirituales para que las remedie, le procura el honor y la alegría que da el enfermo al médico a quien confía sus enfermedades con la esperanza cierta de curación. Es verdadera locura huir del divino Médico que ha de sanar nuestras miserias, con la excusa de que andamos demasiado cargados de ellas.

—Y, no obstante, ¡cuántas veces caemos en esta locura!

—No dudes de que los sentimientos del Corazón de Jesús son muy diferentes de lo que mucha gente se imagina. Es cierto que se siente profundamente herido por las injurias que le hace el pecado. Pero no siente odio al pecador; al contrario, quiere que se convierta y viva: ni tiene el menor deseo de venganza, sino que siempre vuelve bien por mal, mientras el pecador quiera convertirse o se halle tan sólo en la posibilidad de hacerlo. Es la lección que Él mismo nos predicó. Mira cómo lo explica un venerable autor3.

Dios nuestro Señor es el Maestro divino que nos enseñó a devolver bien por mal y a amar y hacer bien a nuestros enemigos. Y, efectivamente, sus discípulos quedaron tan bien aleccionados que sufrieron el martirio, mientras rogaban por sus propios verdugos, algunos de los cuales se convirtieron por virtud de sus plegarias. La caridad de que dieron muestra los cristianos les ganó un renombre universal; caridad que se extendía a los propios tiranos y perseguidores. Pues bien: nos dice el Evangelio que no es el discípulo mayor que su maestro ni el siervo mayor que su dueño, y, siendo esto así, si la caridad y el amor a los enemigos que tuvieron los discípulos y seguidores de Cristo, a pesar de ser tan heroicos, no es nada en comparación con la caridad de su Maestro y Señor, ¿de qué será capaz la caridad del Corazón de Jesús? Si la caridad de los discípulos hizo maravillas heroicas, ¿qué no hará la caridad de su Dios y Señor?

—Me gusta este argumento: me parece muy bien hallado; es propio de un alma santa.

—Parece que San Juan Crisóstomo hace este mismo argumento cuando escribe: “Jesús nos dice: Si amáis a los que os aman, ¿cuál será vuestra recompensa? ¿Por ventura no lo hacen también los gentiles?4. Y nosotros —prosigue el santo Doctor—, decimos de Dios: “Si sólo atendiese, si únicamente socorriese a sus amigos, ¿no faltaría, en alguna manera, a su bondad?

—Parece fuerte esto…

—Hijo mío, son palabras de un Doctor de la Iglesia, y piensa que cuando las escriben, las han meditado bien. ¡Qué placer no causaría oírles hablar familiarmente de estos asuntos!

—¡Realmente, debía de ser una delicia!

—Pues ya has visto que los fundamentos de la misericordia infinita no los has de buscar en nuestros méritos, sino en Dios, que es bueno y misericordioso por esencia, por necesidad. Nosotros no hacemos más que suministrarle materia para que pueda ejercer esta bondad y misericordia, presentándole nuestras llagas y miserias. En la conversación siguiente hablaremos de la confianza ilimitada que reclama de nosotros esta divina misericordia.

 

V La confianza en la divina misericordia

—Siendo la misericordia de Dios realmente infinita, hemos de corresponder a ella con una confianza sin límites. Y esto lo hemos de hacer no sólo por la convicción de nuestro entendimiento, sino en la práctica de la vida: es decir que después de cada caída en falta o pecado, hemos de ser prontos en acudir a Dios con un acto de humildad y de amor.

—Esto es precisamente lo que, después de algunas caídas, nos causa vergüenza. Después de haber propuesto no faltar en un punto determinado y de haber ofrecido a Dios el propósito, al poco rato ya hemos de pedir perdón por nuevas caídas en aquello mismo cuya enmienda habíamos propuesto…

—¿Y qué?

—No lo sé… da pena.

—Mayor pena te ha de causar el no recurrir a la misericordia después de haber caído, que el mismo caer mil veces. El caer con frecuencia es prueba de nuestra miseria, pero no afecta a su misericordia. ¿Sabes qué significa misericordia infinita?

—Que nunca se acaba; que no tiene fin.

—Muy bien. Imagínate, pues, un pecador que ha vivido mil años y que todos los días de su vida ha estado en pecado, y no ha habido hora del día que no haya cometido cien pecados mortales y sacrilegios, de manera que tiene la conciencia cargada de millones de pecados mortales. Dios, al conservarle la vida, con esto solo le demuestra que espera que se convierta. Este pecador puede tener, mejor dicho, ha de tener confianza absoluta en que, si quiere convertirse, Dios le perdonará todos los pecados, y la misericordia quedará tan entera e infinita como antes.

—Es este un caso muy exagerado…

—Un pecador que reuniese en su conciencia la maldad de Judas, de Pilatos, de Caifás, del mismo Lucifer, y tuviese su conciencia cargada con los pecados de los más grandes pecadores, jamás, mientras viviese, tendría derecho a desconfiar del perdón. Pues si Dios hubiese querido castigarle, le hubiera enviado la muerte, y, juntamente con ella, el castigo eterno del infierno. Si no se la envía, es señal cierta y evidente de que todavía le espera. Pero si él, por su parte, difiere la conversión, cada momento corre peligro más grave, porque la hora de la muerte se acerca.

—No hablemos de tan grandes pecadores: antes bien, hablemos de las personas de buena voluntad, más o menos firme y decidida, pero que, a pesar de ello, caen y vuelven a caer en las faltas ordinarias.

—Si Dios tiene misericordia infinita con los más grandes pecadores, ¿por qué no ha de tenerla con las personas de buena voluntad, por miserables que sean?

—Es que nosotros solemos tener más conocimiento…

—Aunque tengamos más conocimiento, somos igualmente flacos y miserables.

—Esto me deja sin palabra.

—Una cosa es comprender, otra querer, y otra tener medios y fuerza para salirse de los trances.

—Es cierto; pero Dios nunca niega la gracia necesaria…

—Pero tampoco nos asegura que podamos vivir sin ninguna falta.

—Pero así somos más culpables.

—Ya vuelves a lo mismo: esto de la culpa ya lo puse en claro en las primeras conversaciones y no hay por qué repetirlo. Lo que en el fondo hay —y perdona que te lo diga—, es un desmesurado amor propio, que quiere salir con la suya y a su manera, y, en cuanto comienza a levantar el castillo que cree inexpugnable, se lo derriban de un soplo. El mismo es quien tropieza con la ilusión que se había forjado de no volver a caer.

—También esto me parece muy verdadero.

—Créeme; en matemáticas espirituales a veces se sale ganando con que haya faltas, porque provocan actos de humildad y amor de Dios que no se harían si no se faltase.

—¿Es posible?

—Sí, hijo mío lo demostraré con números, que no fallan. Una pequeña falta de estas ordinarias vale por uno, por cinco, o por diez, en la deuda de tu tesoro espiritual. Si por esta falta haces un acto de amor de Dios y de humildad, que a lo menos valdrá por cien, todavía ganarás noventa, o noventa y cinco, y, tal vez, noventa y nueve.

—Esto suponiendo que valen más los actos de virtud que las que las caídas.

—Es evidente que sí, y no puedes dudar de ello. Las faltas se comenten con poca voluntad, suponiendo que la haya, y es la voluntad lo que comunica a los actos los grados de malicia. Por el contrario, un acto de contrición y amor de Dios se hace con toda la voluntad y de todo corazón.

—Eso sí…

—Y, además, las faltas ordinarias suelen ser en cosas pequeñas. Un acto de amor de Dios ya es en sí mismo una cosa grande, y más si se hace cual suelen hacerlo las personas piadosas, ofreciéndose de corazón y totalmente a Dios. De manera, que no sólo por la mayor voluntad y reflexión, sino también porque de suyo son cosas más grandes, no perderemos tanto con nuestras faltas cuanto ganamos por los actos de virtud que después ellas nos obligan a hacer.

—Esto me deja muy consolado.

—Por esta causa verás que pone más esfuerzo el demonio en estorbar los actos de arrepentimiento, después de cometidas las faltas, que no en tentar para hacer que se cometan.

—Así, pues, el desconfiar causa más daño de lo que parece.

—Incomparablemente más que la misma falta. Por esto te he dicho que Dios se duele más de que no recurramos a su misericordia, que de la misma falta.

—Por muchas faltas que tenga y por muchas que sean las caídas, procuraré resarcirme haciendo actos de amor y de arrepentimiento.

—La venerada Madre María de Sales Chappuis —cuya ocupación, según ella misma decía, era escudriñar el corazón de Dios— no teme decir: Aunque a cada respiración cayésemos en alguna falta, si otras tantas veces nos volviésemos a entregar a Dios, para comenzar a hacer el bien, las caídas no perjudicarían. El Señor mira menos las faltas que el provecho que nosotros sacamos de ellas, con tal que las utilicemos para humillarnos en su presencia y para hacernos pequeños, humildes y suaves. \Oh\ entonces no dañan ni debilitan la voluntad que nos mueve. Es una gran gracia para un alma el conocer las faltas. Este conocimiento le hace descubrir la bondad de Dios y el valor de los méritos del divino Salvador.

—Es cosa muy agradable escuchar estas cosas.

—Pues procura que su práctica te sea fácil. Para esto te servirá mucho este consejo, o, mejor dicho, esta oración del Beato P. La Colombière, S. J., sacada de una carta suya a un alma anonadada bajo el peso de sus faltas.

“Si me hallase en vuestro lugar —le escribía el Beato P. La Colombière— he aquí cómo me consolaría: diría a Dios con confianza:

“Señor, he aquí un alma que está en el mundo para ejercitar vuestra admirable misericordia y hacerla resplandecer ante cielos y tierra. Los demás os glorifican mostrando cuál es la fuerza de vuestra gracia, por su fidelidad y constancia, como sois dulce y generoso con aquellos que os son fieles. En cuanto a mí, os glorificaré dando a conocer cuán bueno sois con los pecadores y cuán por encima de toda malicia está vuestra misericordia, hasta el punto de que nada es capaz de agotarla y de que ninguna caída, por vergonzosa y criminal que sea, no ha de llevar el pecador a desconfiar del perdón. Os he ofendido gravemente, oh amable Redentor mío, pero sería mucho peor si os hiciese el horrible ultraje de creer que Vos no sois la bastante bueno para perdonarme. Es inútil que vuestro enemigo y el mío me ponga cada día nuevas asechanzas; primero me lo hará perder todo antes que la esperanza en vuestra misericordia: aunque hubiese recaído cien veces y aunque mis crímenes fuesen cien veces más horribles de lo que son, siempre esperaría en Vos.”

“Después de esto —prosigue el P. La Colombière— me parece que no me causaría ninguna pena hacer cuanto fuese necesario para reparar mi falta y el escándalo que hubiese dado… Después empezaría de nuevo a servir a Dios con más fervor que antes y con la misma tranquilidad como si jamás le hubiese ofendido” (Carta 89).

—Confío en que me acordaré de esta lección y procuraré seguir este consejo del director de Santa Margarita de Alacoque, repitiendo a Dios estos afectos de confianza absoluta e inquebrantable después de cada falta, cuando me vengan desfallecimientos o tentaciones de desconfianza.

-Si practicas esta hermosa lección no será menester que aprendas nada más sobre la manera de conducirte después de haber faltado. La práctica te enseñará mucho más y mejor.

Juan Julián, Pbro.

Publicadas en el Mensajero del Sagrado Corazón de Jesús, catalán, el año 1917.

Traducción de Javier Ysart

1 Mons. Gay. De la vie et des vertus chrétiennes. L’Espérance. t. I. pág. 234

2 “Laboravi rogans”. (Ier 15. 6).

3 Ven. Alejandro de San Francisco, carmelita descalzo, fallecido en 1630. Manuale pauperum. cap. XXXVIII.

4 Mt 5, 47.

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