La fuerza del deseo en la vida espiritual

Demuestra como todo deseo espiritual dirigido a Dios, tiene el valor y la fuerza del acto o virtud deseada y es premiado por Dios con gloria eterna, como si el cristiano lo hubiese conseguido y practicado en esta vida.

BIBLIOTECA EVANGÉLICA DE LA INFANCIA ESPIRITUAL

LA FUERZA DEL DESEO EN LA VIDA ESPIRITUAL

EUDALDO SERRA BUIXÓ, Pbro.

EDITORIAL BALMES

 

 

LA FUERZA DEL DESEO EN LA VIDA ESPIRITUAL

Importancia y valor del deseo

Para alcanzar la santidad y la salvación debemos mantenernos firmes y resueltos en quererla y procurarla. ¿Será posible, en la práctica, sostener esta firmeza y constancia de nuestra voluntad empeñada en una lucha continua, de cada día, sin tregua, por toda la vida? ¿No nos vencerá el desaliento al transcurrir los años sin ver ni experimentar en nosotros una mejora sensible, cierta? ¿Cómo nos sostendremos con fuerza y bríos para luchar, viendo persistir nuestras faltas y miserias, que muestran ser inútiles nuestros esfuerzos y propósitos?
La única solución cierta y segura es persistir en la lucha a pesar de todos los fracasos aparentes o reales, por frecuentes y numerosos que sean. Éste es el gran secreto en la práctica de la vida espiritual. En el fondo, se trata del problema más importante para nosotros: el de la perseverancia final, que es el resumen y lógica coronación de la perseverancia en los medios. En cuanto a la gracia, Dios la asegura y la promete a la oración perseverante. Por lo que atañe a nuestra parte humana, podemos y debemos mantener esta perseverancia de nuestra voluntad en luchar, mediante el deseo, cuanto más vivo y encendido mejor, de perfección, de santidad y unión con Dios. Si mantenemos vivo este deseo, se mantendrá firme nuestra voluntad en la lucha.
Según San Agustín, “toda la vida del cristiano está en un santo deseo de avanzar en la virtud”. Si reflexionamos sobre el valor de este deseo, al punto conoceremos su extraordinaria importancia en la vida espiritual.
En rigor de verdad, el deseo es la expresión de un anhelo de la voluntad en su parte más elevada, más sobrenaturalizada podríamos decir; la que domina siempre, la más distante de los puntos de lucha con la carne, el demonio y el mundo. Este anhelo, expresión de la voluntad más elevada y divinizada por la gracia, más libre e imperativa, es en rigor un acto de voluntad pura y tiene su pleno valor en la vida espiritual como acto libre y reflexivo, en su más alta expresión. Así como un deseo de amar a Dios es verdaderamente un acto de amor; un deseo de humillarse es, en realidad, un acto de humildad; un deseo de sufrir es, en efecto, un acto de mortificación; un deseo de expiación es un acto verdadero de penitencia; y así de todos los santos deseos.
Se puede objetar que los simples deseos no son a “tos positivos; pero, si no externamente o son internamente, por cuanto son una verdadera actuación de la voluntad con su positiva responsabilidad y mérito ante Dios.
“Es cosa cierta — dice el venerable Ludovico Blosio — que todos los bienes proceden de la voluntad, y cuando deseas tener humildad, caridad y otras cualesquiera virtudes, y eso lo quieres con toda la voluntad y haces lo que puedes, ciertamente ya las tienes delante de Dios.”
“De la misma manera, cuando con todo corazón deseas hacer alga buena obra pero no puedes, Dios recibe la buena voluntad como si fuera la misma obra. Y delante de Dios tu deseo es tan grande cuan grande lo deseas tener y cuan grande querrías que fuese”.
“Ante el Señor, el deseo de hacer una buena obra cuenta como la obra misma, recibiendo Dios la buena voluntad del hombre en lugar de las obras que no puede ofrecer ni practicar. Y cuan grandes querríamos que fuesen nuestros deseos, tan grandes son en el acatamiento del Señor”.

 

Los deseos y la ley de Dios

Esta doctrina sobre el valor de los deseos humanos está corroborada por la misma Ley divina. Entre los diez mandamientos, positivos y prohibitivos, los dos últimos preceptos del Señor van encaminados a prohibir los malos deseos en particular, señal evidente de la importancia que tiene ante sus divinos ojos. “No desearás la mujer de tu prójimo.” “No codiciarás los bienes ajenos.” Y lo recalca en el Evangelio, diciendo que aquel que mira con deseo la mujer de otro, comete adulterio en su cazón. Resulta claro que el solo deseo es ya cosa grave, y por lo tanto castigada severamente por Di-os. Si el simple deseo de una cosa prohibida resulta ya un pecado, ¿por qué el simple deseo de una cosa recomendada no ha de ser un acto de virtud? Si Dios castiga severamente un deseo pecaminoso, ¿por qué no ha de premiar igualmente un deseo virtuoso? Es evidente que los deseos del alma ante los ojos de Dios equivalen en cierta manera a actos consumados, y si bien el acto añade mayor intensad a la responsabilidad del deseo, no obstante, en muchos casos el simple deseo es de una mayor efectividad que los actos practicados más remisamente. Vemos ejemplos de ello en la vida de los Santos que, por la efectividad de sus deseos violentísimos de amor, de dolor o contrición, de celo de las almas, han conseguido resultados efectivos y hasta milagros.

 

El deseo ante la Teología sacramental

La eficacia del deseo se manifiesta principalmente en la recepción espiritual de los tres grandes sacramentos del Bautismo, de la Penitencia y de la Eucaristía.
La Fe nos enseña que aquel que se halla impedido de recibir efectivamente el Bautismo, si lo desea, tiene por este deseo todos los efectos de este sacramento, excepción hecha del carácter que imprime y que sólo el bautismo sacramental puede dar. El bautismo de deseo tiene el poder de borrar el pecado original, de producir la unión con Jesucristo y de abrir al hombre el reino de los cielos. El deseo del bautismo es, pues, por sí solo una especie de bautismo y, si bien no es un sacramento, hace participar de los efectos del mismo.
En cuanto al sacramento de la Penitencia, resulta que si el pecador no puede confesarse, la contrición con el deseo de confesarse le bastará para borrar de su conciencia todos los pecados mortales, por numerosos y graves que sean. Entonces obtiene, directamente de Dios, el perdón que no podría recibir sino por mediación del sacerdote. Se dirá quizá que en este caso es la contrición lo que hace el milagro. Y esta contrición, ¿por ventura no es también un deseo, y unido necesariamente al deseo de confesarse?
El deseo de la Eucaristía, es decir, la Comunión espiritual, produce efectos no menos admirables y eficaces que el deseo del bautismo y de la penitencia; el ardiente deseo del más grande de los sacramentos, el del Amor y la unión, posee la maravillosa virtud de unirnos a Jesús de una manera admirable. Con la Comunión espiritual no recibimos ciertamente el sacramento, pero recibos en cierta medida las gracias o frutos del sacramento. Dios no ha ligado su gracia a los sacramentos de tal manera que no pueda, cuando Él quiera, obrar directamente y dar su gracia sin ellos. Por otra parte, la Teología enseña que la comunión por deseo es una manducación espiritual del Sagrado Cuerpo de Jesucristo.
El deseo del bautismo y de la penitencia abre las puertas del cielo a aquellos que de él estaban excluidos; y el deseo de la Eucaristía, entreabriendo misteriosamente las puertas del sagrario, permite al alma amante unirse a su celestial esposo.
El P. Fáber da una explicación de esta magnanimidad divina: “Aun cuando los sacramentos nos hayan sido dados con una especie de prodigalidad, esto no era suficiente todavía. Era preciso que hubiera en reserva una cosa que no reclamara el ministerio del Sacerdote, una cosa tan libre y tan vasta como el aire, que estuviera a nuestra disposición cuando, en el momento necesario, nos faltaran los sacramentos. Esta cosa existe, y no os sorprenderéis al saber que es el amor. En caso necesario, el amor puede bautizar sin agua, absolver sin Orden, y casi comulgar sin Hostia.” Tengamos en cuenta que el amor es el mayor de los deseos y el más sublime.”

 

El deseo y la perfección cristiana

En esta vida no es posible llegar a la perfección más que de una mera relativa. El cuerpo, la materia, traba excesivamente la libertad de movimientos del espíritu. Consolémonos con pensar que aun cuando la carne sea flaca, el espíritu está pronto con los deseos de su libre voluntad. Allá en la cumbre del espíritu, anidan los más puros deseos de perfección y santidad, y allí van creciendo y desarrollándose con gran fruto del alma. Es claro que, al traducirse en obras, se contaminan con la flaqueza de la carne, se ensucian necesariamente con el polvo del mundo, se desvían o se intoxican por la acción del demonio, que mueve nuero amor propio y nuestras pasiones; y al ver tales resultados, tan mezquinos, mezclados con tantas misias e imperfecciones, nos parece que nuestros deseos no sirven de nada en la práctica, o que no son verdaderos o que nos engañamos. Ciertamente, el deseo, de suyo, no tiene tanta virtud que elimine las imperfecciones reales y defectos de nuestras obras ni Dios le ha dado el poder de suprimir o dominar nueras pasiones; pero sí le ha dado una virtud tal ante su presencia, que juzga de nuestros actos más por el deseo e intención que los anima que por los actos mismos. Dicho en otra forma: la imperfección y defectos de nuestros actos no privan que Dios nos los premie según la pureza e intensidad de nuestro deseo de haceos por su amor y gloria, por sus intereses y por el bien de nuestra propia alma. Con su acostumbrada claridad y sencillez, lo dice el venerable Ludovico Blosio en su Directorio espiritual.
“Si el que comienza la vida espiritual se ejercitare cada día en estas cosas y se juntare a Dios; si procurare sin cesar llegarse a Él con interiores coloquios y amorosos deseos, si perseverare constante en la negación y mortificación de sí mismo, no abandonare su santo propósito ni por sus repetidas falta ni por innumerables distracciones de su pensamiento, realmente llegará a la perfección y a la mística unión; y si no en la vida, será en la muerte, y si tampoco entonces la alcanzare, la alcanzará sin ninguna duda después de la muerte del cuerpo. Porque en la” eternidad gozará esa misma perfección tanto más o menos, cuanto mayor o y menor hubiera sido el deseo con que la procuró aquí. Pues Dios, por los deseos santos nos dará su eterna bienaventuranza, aunque en esta vida no lleguemos a conseguir lo que deseamos.”
“Si no puedes ser tan perfecto como deseas, humíllate y resígnate conformándote con la voluntad de Dios. Alégrate de corazón por el bien de los que son perfectos y alaba a Dios y dale gracias por la perfección que tienen”.
“Nada puede quedar sin efecto, ni la menor plegaria ni el más débil suspiro dirigido a Dios por amor.”
“Esta perfección tan deseada que todavía no tienes, ámala en los otros amigos íntimos de Dios; gózate de los dones que el Señor les concede y dale gracias por ello; despojado así de toda envidia, harás tuyos aquellos bienes que ellos tienen y tú alas con una sincera caridad”.

 

Doctrina de San Francisco de Sales

Que los deseos tengan un valor semejante al mismo amor que los enciende, lo pone de manifiesto el Doctor de la Iglesia San Francisco de Sales en su Tratado del amor de Dios: “El enfermo desganado no tiene apetito de comer, pero desea tener apetito; de modo que no desea la comida, pero querría sentir el deseo de ella. Así, oh Teótimo, no está en nuestra mano saber si amamos a Dios sobre todas las cosas, si Dios mismo no nos lo revela; pero podemos muy bien saber si deseamos amarle, y cuando sentimos en nosotros el deseo del amor sagrado, sabemos que comenzamos a amar. Nuestra parte sensitiva y animal es la que apetece el comer, pero quien desea este apetito es la parte racional; y porque la parte material o sensitiva no obedece siempre a la racional, sucede muchas veces que deseamos el apetito y no lo podemos tener.”
“Mas el deseo de amar y el amor dependen de la misma voluntad; por eso, TAN PRONTO COMO FORMAMOS EL VERDADERO DESEO DE AMAR COMENZAMOS A TENER AMOR: Y AL PASO QUE ESTE DESEO CRECE, AUMENTA ASIMISMO EL AMOR. QUIEN DESEA EL AMOR ARDIENTEMENTE, AMARÁ MUY PRONTO CON ARDOR. ¡Oh Dios mío! ¿Quién nos hará la gracia, Teótimo, de podernos abrasar en este deseo que es el deseo de los pobres y la preparación de su corazón que Dios oye benignamente?”

 

Doctrina de Santa Mechtilde

Abunda en las Revelaciones de Santa Mechtilde esta misma doctrina sobre el valor de los deseos que Dios mira como actos de amor consumos. Ya el Señor le declaró que “todo deseo de poseer a Dios que sobreviene a un alma, es inspirado por el mismo Dios, igual que los escritos y las palabras de los Santos proceden y procederán siempre de su Espíritu”.
Como placen al Corazón de Jesús estos nuestros santos deseos, lo manifiesta en diversas formas a la Santa: “La abeja en la primavera no se lanza más pronta y ligera a chupar las flores de los floridos prados, que Yo estoy presto a venir inmediatamente a tu alma al primer deseo”.
Y en otra graciosa descripción sobre la eficacia del deseo dice: “Cada vez que me deseas me atraes a ti. Yo, que soy Dios del cielo y el soberano Señor, soy mucho más fácil de obtener que cualquier otra cosa de la tierra. Cuando deseas un objeto cualquiera, por pequeño que sea, una brizna de paja, una hilacha, tú no lo puedes tener por la sola fuerza de la voluntad; mas a Mí, un deseo, un suspiro basta para ponerme en posesión tuya.” Luego, aplicada a diversos actos de la vida piadosa esta doctrina en diferentes revelaciones, pone de manifiesto la eficacia maravillosa de los santos deseos.
Comunión. “Un día en que ella (Santa Mechtilde) ponía la señal para indicar que había de comulgar, dijo al Señor: “Escribid mi nombre en vuestro Corazón, oh amabilísimo Señor, y escribid también vuestro dulce nombre en el mío, por un perpetuo recuerdo.” El Señor le dijo: “Cuando quieras comulgar, recíbeme como si poseyeras todos los deseos y todo el amor de que es capaz el corazón humano; así tú te acercarás con el mayor amor posible.
Y Yo aceptaré de ti este amor, no tal como es realmente, sino como si fuese tan ardientemente como lo habrás deseado”.
Confesión. Un día quería confesarse y no halló confesor, y estaba muy afligida porque no se atrevía a recibir la Comunión sin haberse antes confesado. En la oración, el Señor le manifestó la remisión de todos sus pecados, y le dijo: “Cuando tienes el deseo y la voluntad sincera de confesar tus pecados y de no cometerlos más, quedan tan bien borrados a mis ojos que no me acuerdo más de ellos, aun cuando luego debas detestarlos al confesarte. Tu voluntad y tu deseo de evitar el pecado tanto como puedas, son como un lazo que estrecha tu unión conmigo por el pacto de una indisoluble alianza”.
Padecimientos. “Rogando un día la Santa por una persona afligida, el Señor le dijo: “Si alguien está triste hasta el punto de creer que era preferible la muerte a su pena, y si él me ofrece su carga con voluntad de llevarla, Yo aceptaré esta oblación como si él hubiere padecido la muerte por Mí”.

 

Doctrina de Santa Gertrudis

Abundan también en esta Santa ejemplos semejantes, confirmando los mismos conceptos sobre el valor inapreciable de los santos deseos.
En la ausencia de devoción sensible. “Ella exponía al Señor, en la oración, las quejas de una persona que sentía menos la gracia de la devoción el día que debía comulgar que en ciertos otros días. “No es esto efecto del azar —respondió el Sor —, sino una disposición providencial; pues si concedo la gracia de la devoción en los días ordinarios y en momentos imprevistos, obligo al corazón del hombre a levantarse hacia Mí, cuando tal vez permanecería sumido en su indolencia. Mientras que al quitarles mi gracia en los días de fiesta y al tiempo de la Comunión, mis elegidos conciben santos deseos o se ejercitan en la humildad, y su ardor y contrición hacen adelantar obra de su salud más que la gracia de la devoción” .
En las enfermedades. “En la proximidad de una fiesta, se sintió atada por la enfermedad, y rogó al Señor que le dejara la salud hasta después de la solemnidad o de moderar bastante el dolor para que pudiera celebrar la fiesta; con todo, ella se sometía a la divina voluntad. El Señor se dignó responderle: “Por esta oración, y sobre todo por tu adhesión a mi voluntad, me introduces en un jardín donde Yo encuero mis delicias entre admirables pros esmaltados de flores. Mas si te oigo favorablemente, concediéndote el tomar parte en la fiesta, seré Yo mismo que te seguiré al prado de tu elección; mientras que si Yo no accedo a tu súplica y has de perseverar en la paciencia, entonces eres tú quien me seguirás al jardín de mis preferencias. En efecto, mucho más encontraré mis delicias en tu alma si encuentro en ella los buenos deseos, aunque algo atenuados por tu estado de sufrimiento, que si sientes una gran devoción junto a tu propia satisfacción”.

 

Cuando no sentimos el deseo, la voluntad de tenerlo basta

No es cosa rara, aun en el alma más santa, no sentir los deseos tan ardientes como ella quisiera. Pero esto no nos debe desalentar, pues a los ojos de Dios basta con que tengamos la voluntad de tenerlos, cosa que Él acepta igualmente.
Cuenta Santa Gertrudis en sus Revelaciones: “Una vez su corazón sufría por no sentir un deseo bastante grande de alabar a Dios. Una luz sobrenatural le hizo conocer que Dios se contenta de la voluntad de tener un gran deseo, si no se puede hacer más; en este caso el deseo es tan grande a los ojos de Dios como los anhelos del alma. Cuando el corazón contiene tal deseo, es decir, la voluntad de tener un deseo, Dios encuentra sus delicias en habitar en él”.
También el venerable Blosio abunda en este concepto: “Y no te congojes mucho — dice — si acaso no sientes dolor o contrición. Porque si quisieses y deseases mucho no haber ofendido a Dios, o te pesa de que no te pese, también recibe Dios ese dolor y lo aprueba y le da gusto; el cual no estima tanto el sentimiento que tienes, cuanto EL QUE DESEAS TENER”.
Y bien examinado todo, podemos llegar a la conclusión de que es más cierto y seguro el deseo cuando se quiere que cuando se siente. Pues en el sentir puede haber mucho de natural y poco mérito, mientras que el querer reflexivo y sincero es un acto más puro y menos expuesto a desviaciones y engaños. Y así el que medita u oye predicar la Pasión del Señor con gran ternura en su corazón y abundantes lágrimas, por ser de un natural sensible, no merece tanto como aquel otro que la medita sin lágrimas ni tiernos sentimientos, pero con una voluntad más firme, resuelta y dolorida.
Por esto no debemos desalentaos si, cuando queremos sentir mor amor y deseo, por ejemplo para hacer la Comunión espiritual, lo sentimos menos que nunca. No por eso debemos renunciar a ella, porque si bien el sentimiento del deseo no depende siempre de nosotros, en cambio el deseo de sentirlo siempre está en nuestra mano; y este simple deseo no sentido suple al deseo afectivo y sensible, y tiene la misma o mayor eficacia.

 

El deseo es la fragua y la directriz de nuestra vida espiritual

Si recopilamos y resumimos los conceptos emitidos sobre el valor de los deseos, podremos dar por bien sentado y probado que prácticamente toda nuestra vida espiritual y nuestro aprovechamiento en perfección y santidad gira alrededor de nuestros deseos, o por mejor decir, va al compás de los mismos.
A unos deseos sinceros y fervientes de avanzar en virtud, corresponde, en rigor de términos, una vida virtuosa delante de Dios, a pesar de que en algunas cosas, las apariencias y manifestaciones externas no correspondan a la santidad interior.
El adelanto en perfección y los grados de santidad están en el fervor de la caridad y la unión con Dios; y esto, ordinariamente, depende de nuestro deseo: Unas veces, porque no podemos hacer más que desear, pues nuestra impotencia o flaqueza y miseria nos impide obrar lo que quisiéramos. Y otras veces, cuando podemos actuar, depende también de nuestro deseo la mayor intensidad y fervor en la acción. Si nuestro deseo es vivo y fervoroso, nunca nuestros actos serán flojos y remisos. Y si nuestro deseo es flojo y remiso, jamás serán vivos y fervorosos nuestros actos.
El deseo, puesto que es expresión auténtica del amor de voluntad, es lo que nos une a Dios. Desear amar a Dios es ya poseerle, pues este deseo ya proviene de Dios mismo.
El deseo que nos une íntimamente con Dios nos hace avanzar en la santidad y hace que nuestra oración o comunicación con Dios sea continua. San Bernardo, al decir que el deseo de pertenecer enteramente a Dios y de avanzar en su amor es una orión continua, repite el concepto de San Agustín, al recomendar que seguiremos con el deseo por aquella inefable paz que reina en el cielo, diciéndonos que mientras peregrinos, cantemos conforme nuestros deseos, “pues aquel que desea, aunque la lengua calle, su corazón canta. Mas aquel que no desea, aun cuando manifieste ante los hombres cualquier amor o les haga oír cualquier clamor, interiormente es mudo ante Dios”.
En otro comentario, al hablar del texto ante te omne desiderium meum, nos recuerda que nuestro deseo no está patente a los hombres, que no pueden ver nuestro corazón, sino ante Dios, y el Padre celestial, que lo ve oculto, nos lo premiará. “Pues tu mismo deseo es tu oración — dice el Santo Doctor —, y si tu deseo es continuo, continua es tu oración.” No en vano dijo el Apóstol, que oros sin intermisión; mas esto, entendido materialmente al pie de la letra, es imposible de practicar. Pero dice el Santo, hay otra oración interior sin interrupción, que es el deseo”. Cualquier cosa que hagas, si deseas… no interrumpes la oración. Si no quieres dejar de orar, no dejes de desear. Tu continuo deseo es tu continua voz. Si dejas de desear, callarás.

 

Con los deseos utilizamos los tesoros divinos

Quizá no insistimos lo suficiente en nuestras reflexiones, sobre el valor que tiene en la vida espiritual de todo cristiano el mantener vivo el deseo de nuestra unión con Dios, es decir, de nuestra santificación, a fin de sostener animosa en la lucha nuestra flaca voluntad. Sólo al tratar del valor de las jaculatorias y de las aspiraciones piadosas ponderamos la eficacia del deseo. Y aun esto, se queda en el campo reducido de las personas más devotas. No paramos mientes debidamente en que este deseo es necesario a todo cristiano que quiere vivir como tal y asegurar su salvación.
Como moneda divina de nuestro rescate, pues no fuimos redimidos con oro ni plata, sino con la Sangre del Cordero inmaculado, los méritos de la oración están depositados en el Corazón de Jesús y puestos a nuestra disposición para pagar con ella nuestras deudas, por grandes que sean. Todo cristiano en gracia de Dios tiene libre acceso a este divino tesoro para poder echar mano de él cuando quiera con sólo desearlo. Yo me siento incapaz de pagar la deuda inmensa de mis pecados, pero ofrezco en cambio la Sangre preciosísima de Jesús, y Dios me la acepta indefectiblemente, abonándomela en cuenta de la penitencia que yo debo y no puedo pagar. Me siento impotente para amar a Dios como Él merece y yo quisiera, pero le ofrezco el amor del Corazón de Jesús, y el Padre celestial lo acepta complacidísimo, pagándomelo con un aumento de amor. Me veo muy lejos de la abnegación y espíritu de sacrificio que se requiere para cumplir como buen cristiano, pero ofrezco en cambio la pobreza, la abnegación y los padecimientos de Cristo, y Dios los admite con sumo agrado y me los paga como si realmente fuesen mitos míos. Siento levantarse en mí el orgullo de mi amor propio, la rebelión de mi carne impura, el afán de gloria y de riquezas, el aguijón de la ira y de la envidia, y de todas las malas pasiones, pero presento y ofrezco la humildad, las humillaciones y la pureza y la mansedumbre y la caridad magnánima del Corazón de Jesús, que suben hasta el Padre Eterno en olor de suavidad infinita, y Dios me da su gracia para ornarme con virtudes que no tengo y para practicarlas como debo. ¿Quién no será rico teniendo al alcance de su deseo las riquezas infinitas? Quien queda pobre es porque quiere, pues Jesucristo ha suplido nuestra indigencia con su riqueza divina, que será nuestra si la deseamos.
Santa Teresa del Niño Jesús, que tan bellas cosas expresa sobre la fuerza y valor de los deseos espirituales y de esta comunicación que se hace en la Comunión de los Santos, propia de la Iglesia católica, se apresuró a copiar estas palabras del célebre Taulero (Sermón para el dom. 5.° des. de la Trinidad): “Si amo el bien que hay en el prójimo más que lo ama él mismo, este bien es más mío que de él. Si amo en San Pablo todos los favores que Dios le ha concedido, todo ello me pertenece por el mismo título. Por esta comunión yo puedo ser rico con todo el bien que hay en el cielo y en la tierra, en los ángeles y en los santos, y en todos los que aman a Dios”.
Santa Mechtilde rogaba un día por una persona que le había manifiesto cuán triste estaba su alma por no amar a Dios y servirle sin devoción. Ella misma cayó en una gran tristeza y se creía completamente inútil, porque después de haber recibido tan grandes gracias tampoco amaba a Dios como hubiera debido. Entonces le dijo el Señor: “Ea, amada mía, deja de entristecerte; pues todo lo mío es tuyo.” Ella le respondió: “Si verdaderamente todo lo vuestro es mío, mío es, pues, vuestro Amor, y vuestro Amor sois Vos mío, como lo dice San Juan: Dios es Amor; así, pues, os ofrezco este Amor para suplir todo lo que me falta.” El señor aceptó estas palabras y le dijo: “Haces bien, y cuando quieras alabarme o amarme y no sientas satisfecho tu deseo, di: “Os alabo, oh buen Jesús; os ruego que supláis Vos mismo todo lo que me falta.”
Y cuando quieras amarme, dirás: “Os amo, oh buen Jesús; lo que falta a mi amor, dignaos suplirlo ofreciendo a vuestro Padre por mí el amor de vuestro Corazón.” Tú dirás a la persona por la cual ruegas que haga lo mismo. Si ella lo hace mil veces al día, mil veces me ofreceré por ella al Padre, porque Yo no puedo sentir cansancio ni enfado”.
¡Qué medio tan fácil de progresar en la virtud!

 

Frutos prácticos de los santos deseos

Concluyamos alabando a Dios y dándole infinitas acciones de gracias por las maravillas tan excelsas como fáciles de adquirir que ha vinculado a nuestros deseos:
a) El deseo continuo de amar a Dios, de cumplir su voluntad, de unirnos a Él, de santificarnos y perfeccionarnos cada día más, es lo que da los grados de fervor a nuestro espíritu y es el alma de la oración y de toda la vida espiritual. La razón está en que el deseo de la expresión auténtica de la buena voluntad y una demostración real y efectiva de su validad y actuación. No son los deseos del perezoso que no quiere hacer nada prácticamente ni vencerse a sí mismo; sino que aun disponiendo de una voluntad flaca y pequeña, intenta luchar y pone su esfuerzo grande, mediano o pequeño, para vencerse y elevarse. Las continuas y diarias derrotas son perfectamente compatibles con la mejor buena voluntad. Decía Santa Teresa del Niño Jesús: “¡Ay!; estoy lejos, lo confieso, de practicar lo que comprendo, y no obstante el solo deseo que de ello tengo me da la paz”.
b) El deseo de perfección mantiene vivo en nosotros el ideal más elevado de todo cristiano, que es el de su unión con Dios, su santificación. El llevar vivo en nosotros constantemente el ideal supremo de nueva vida tiene tres inapreciables ventajas. En primer lugar, la viva aspiración por él nos dispone a una gran generosidad, nos da fuerza para vencer todos los obstáculos, pues todos son superados con la firmeza y constancia de nuestra voluntad. En segundo lugar, nos hace aceptar de buen grado y aun con gusto todos los sacrificios que sean necesarios para obtenerlo. Y finalmente, el anhelo constante por el ideal es como una sonrisa que alegra nuestra vida, suaviza todos los pesares y padecimientos y comunica su íntima unión a todos nuestros actos que resultan de mayor ejemplaridad.
c) El deseo de nuestra santificación nos da la seguridad de obrar con la rectitud de intención en todas las cosas; rectitud tan comprometa cuando falta ese deseo en nuera alma o está en ella muy flojamente.
d) Nos mantiene en un recogimiento habitual, aun en medio de las más dispares ocupaciones; en el trabajo nos da aliento; en la enfermedad, amorosa resignación; en el trato con el prójimo, más paciencia y cordial caridad; en las penas, consuelo y conformidad; sobre todo en la oración nos comunica mayor fervor y por ende mayor fruto, pues es indudable que la mayor parte de las veces no obtenemos más en la orión por falta de vivo deseo en el pedir.
e) Es una excelente práctica de la infancia espiritual, según Santa Teresa de Lisieux. Tiene el encanto de su simplicidad, pues prácticamente reduce todas sus plegarias y anhelos a un solo deseo. Tiene el alma conciencia de su insuficiencia y pequeñez, sintiéndose impotente para avanzar con sus Tuerzas lo que se ve precisada a pedir con perseverante humildad. Y confía hasta la audacia, pues está segura de hacer suyos los méritos y las virtudes de Jesús y, lo que es más, de robarle el Cazón con su deseo constante de amor.
f) Es, finalmente, una garantía cierta y segura de fidelidad a la gracia; un estímulo constante a la docilidad para con las divinas inspiraciones, y, como consecuencia lógica, una prenda incontestable de perseverancia final.
EL ALMA QUE MANTIENE VIVO SU CONSTANTE DESEO DE AMAR Y UNIE MÁS PERFECTAMENTE A DIOS, AVANZA CONTINUAMENTE EN SANTIDAD Y PERFECCIÓN, AUNQUE EXTERIORMENTE, EN ALGÚN DEFECTO, APAREZCA ESTACIONARIA, SIN VISIBLE CORRECCIÓN.

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