La lucha heroica de la voluntad

Esta obra forma parte de coleccion escrita por Eudald Serra, a través de textos nos indica como educar la voluntad.

BIBLIOTECA EVANGÉLICA DE LA INFANCIA ESPIRITUAL

LA LUCHA HEROICA DE LA VOLUNTAD

EUDALDO SERRA BUIXÓ, Pbro.

EDITORIAL BALMES

 

Advertencia al lector

Este opúsculo trata de una materia delicada, aparentemente contradictoria, como es el concepto de faltas, pecados y caídas, lógicamente inexplicables, en almas fieles a la gracia, viviendo una sólida piedad. Ciertamente la explicación no es fácil, y por esta razón va apoyada en textos de Santos y Doctores de la Iglesia Católica; y aunque la Sagrada Teología no apoya nunca sus conceptos y argumentos, sobre visiones y revelaciones particulares, no obstante, aquí hemos incluido algunos textos de dos místicas eminentes, porque sus expresiones sencillas y piadosas, no teológicas, sirven y ayudan a comprender conceptos fundamentales. Estas páginas cuidadosamente revisadas, sometidas a la censura eclesiástica, son evidentemente ortodoxas. El lector solamente debe comprobar los efectos que la lectura produce en su alma, pues el árbol se conoce por sus frutos. Si le da consuelo a su pena y dolor, si trae paz a su alma, si alienta y fortalece su espíritu, si enciende en su corazón mayores deseos de amor y de íntima unión con Dios, ha de tener por seguro que ha entendido bien y ha producido frutos de santificación, certificado por la paz del corazón, que viene a ser la firma y rúbrica de Jesús. Este librito va dedicado de una manera particular a las personas de vida piadosa, a sus directores espirituales y confesores en general.

 

La lucha heroica de la voluntad

 

Lucha continua de toda la vida

La voluntad resuelta a no cometer deliberadamente pecado ni falta alguna, choca necesariamente en la práctica con nuestras pasiones y tentaciones que todos llevamos dentro, y con las ocasiones y seducciones que nos vienen de fuera. El mundo que nos rodea (personas y cosas) y nuestro propio cuerpo y naturaleza, se oponen a nuestra sana y libre voluntad decidida a caminar hacia la perfección.

Esta oposición (a la cual se une muchas veces incluso la parte inferior de nuestra misma voluntad) origina una lucha necesaria y continua. No podemos hacernos la ilusión de que simplemente con un acto y resolución de nuestra voluntad superior, podremos obrar con la misma independencia y libertad, con la misma tranquilidad y seguridad que si no tuviéramos cuerpo ni sentidos, ni pasiones inclinadas al mal, ni seducciones del mundo ni tentaciones del demonio. Esto no es posible; tendremos que luchar siempre, toda la vida. Esta lucha la tiene el principiante para guardarse del pecado mortal; la tiene el proficiente para adquirir las virtudes; la tiene el santo para desprenderse de lo que pone obstáculos a su unión perfecta con Dios, y por esto desea verse libre de este cuerpo de muerte corruptible.

Hay que aceptarla con resignación y paciencia; hemos de combatir con incansable tenacidad; hemos de sufrir humildemente sus cotidianas derrotas; hemos de sostenerla con perseverante amor y confianza, absolutamente seguros de que la victoria final será nuestra ciertamente.

 

Contradicciones de la voluntad

Quiere nuestra voluntad amar a Dios por encima de todas las cosas, y en cambio siente que el amor de las cosas se le lleva el corazón. Quisiera amarle con un corazón siempre ardiente y abrasado; pero siente en su interior una aterradora frialdad. Quisiera servir a Dios con una perfección angélica; y palpa a cada instante la imposibilidad de alcanzarla. Quiere hacer todas las cosas puramente por Dios solo; y encuentra mezclados en sus intenciones multitud de motivos humanos e interesados. Quisiera hacerlo todo con una atención reverencial, y lo hace todo casi distraído y sin pensar en ello. Quisiera orar con un amor y reverencia de serafín, y no puede echar de sí las continuas distracciones. Quisiera llevar a la Comunión un corazón puro e inmaculado, y ha de sufrir las más asquerosas imaginaciones. Quisiera pensar continuamente sólo en Dios y todo el día le ocupan pensamientos triviales cuando no disipados. Quiere resuelta y absolutamente morir antes que pecar mortal ni venialmente; y no obstante una ocasión imprevista le ha hecho claudicar miserablemente. Quiere sufrir y ser generoso con Dios, y le niega un pequeño sacrificio que se le presenta.

Y así en todas las cosas ha de constatar esta contradicción y miseria.

 

El punto de vista verdadero

Para perseverar animosos en la lucha por el amor de Dios en nosotros, por nuestra santidad, hemos de considerar en qué consiste la santidad y cómo se aumenta y perfecciona.

La santidad es la unión con Dios por la gracia que nos infunde la caridad. De manera que un alma bautizada, libre de pecado mortal, es ya una alma santa. Y aumentará esta santidad a proporción que aumente su caridad con actos más puros y más frecuentes. Pero esta transformación y embellecimiento del alma no se ve exteriormente, de tal manera que podamos apreciar con precisión a qué grado está de perfección o santidad. Ciertamente que un santo tiene más virtudes y menos defectos; pero estas mismas virtudes y faltas son difíciles de apreciar exteriormente;

¡Cuántos santos han pasado inadvertidos a sus propios conciudadanos y aun a sus familiares! Si nos ponemos en este punto de vista, es decir, de calcular nuestro adelanto espiritual según el mayor o menor número de faltas y de actos de virtud, nos abrimos el más engañoso camino para llegar o a la vanidad o al desaliento; cosas, ambas, de resultado pésimo para andar por el camino de la perfección.

No pretendamos ver y saber aquello que Dios nos ha querido ocultar, como es el grado de santidad en que estamos.

El santo, a medida que va adelantando en perfección y unión con Dios, se halla a sí mismo más pecador y desagradecido con el Señor, porque cuanto más se acerca a Él y conoce mejor su infinita grandeza y majestad, más distante se ve y más culpable en sus flaquezas. A nosotros nos debe ocurrir lo mismo; y si por el contrario nos sentimos satisfechos y seguros de nuestros adelantos en la virtud, es señal de que empezamos a extraviarnos y a errar en el camino de la santidad.

La santidad es una cosa interior de la que sólo puede juzgar ciertamente Dios, pero que con ser tan grande es debida a una semilla pequeña como el grano de mostaza, semilla de fe, de la palabra de Dios, de la plegaria, del amor, que van creciendo dentro del alma obrando un conjunto de maravillas portentosas bajo la apariencia exterior de una vida ordinaria, muchas veces vulgar y defectuosa.

Si alguna cosa hay absolutamente cierta que nos permita conocer los grados de santidad o perfección interior, no son ciertamente los éxitos en nuestras batallas, sino la perseverancia y el esfuerzo en luchar continuamente, toda la vida, hasta morir, juntamente con el ardor e intensidad del deseo que la anima.

 

La tortura de nuestro querer

En esta lucha que hemos de sostener con nosotros mismos para vencernos, sufrimos esta continua contradicción tan humillante de la voluntad, al parecer inexplicable, y que no termina sino con Ja misma vida. Yo sé ciertamente que quiero amar a Dios, corresponderle, santificarme; que quiero dedicarle toda mi vida; que no le quiero ofender ni disgustar por nada del mundo; que quiero darle gusto y complacerle en todo; lo he reflexionado y meditado muchas veces, días seguidos en ejercicios; he previsto las dificultades y he tomado mis medidas y resoluciones; he escrito mis propósitos para recordarlos y cumplirlos mejor. Y ¡oh miseria inconcebible! sin sufrir ninguna tentación violenta, ni hallarme en ninguna ocasión muy peligrosa, simplemente por el transcurso del tiempo, por la inercia y el desgaste de la vida, por una nimiedad, sin saber por qué, me hallo siempre en descubierto y en falta de cumplimiento con Dios a quien tanto quiero amar.

Y no obstante, yo sé que es sincera mi voluntad, que no quiero engañarme a mí mismo, que lo deseo de todo corazón… Pero igualmente veo y siento que en mis caídas y en mis Incumplimientos con Dios, tengo culpa… hay una voluntad… ¡Qué misterio! lo quiero y no lo quiero… ¡Qué confusión tan humillante!… ¿amo a mi Dios realmente?… ¿es que no le amo de verdad?… ¡Qué pena y qué tortura!…

 

La experiencia de los Santos: San Pablo

Yo no quiero vivir con esta duda; he de cerciorarme bien de que estoy en el buen camino. Los santos, que han tenido estas mismas luchas, me ilustrarán y me consolarán.

El Doctor de los Gentiles, el ferviente apóstol San Pablo, me hablará claro:

«Sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado. Porque lo que hago, no me lo explico; pues lo que obro no es lo que quiero, sino lo que aborrezco eso es lo que hago. Y si lo que no quiero es lo que hago, convengo con la ley en que es buena. Mas ahora ya no soy yo quien lo hago, sino el pecado que vive en mí. Porque sé que no hay cosa buena en mí, quiero decir en mi carne; pues el querer a la mano lo tengo; mas el poner por obra lo bueno, no. Porque no es el bien que quiero lo que hago, sino el mal que no quiero es lo que obro. Y si lo que no quiero yo eso hago, ya no soy yo quien lo obro, sino el pecado que vive en mí. Hallo, pues, esta ley, que al querer yo hacer el bien, me encuentro con el mal en las manos; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior; más veo otra ley en mis miembros que hace la guerra a la ley de mi razón, y me tiene amarrado como cautivo a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desventurado de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro. Así que yo mismo con la razón sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.»

(Rom VIII, 14-25)

A través de las explicaciones de los exegetas sobre este texto, se ve claro que la lucha que siente San Pablo es bien humana y es un atenuante de nuestra responsabilidad moral.

 

San Francisco de Sales

Muchos siglos después otro Doctor de la Iglesia, el amable San Francisco de Sales, se queja de lo mismo con diferentes conceptos:

«Hallo mi alma un poco más a mi gusto que de ordinario porque no encuentro nada en ella que la retenga afeccionada a este mundo y más sensible a los bienes eternos. Si yo estuviera tan vivo y fuertemente unido a Dios, como estoy absolutamente desprendido y abstraído del mundo, ¡ oh Salvador mío, qué dichoso sería ! Pero hablo ahora por lo que se refiere a mi interior y por lo que yo siento; pues en cuanto a lo exterior, y lo que es peor, en cuanto a mis actos, están llenos de una gran variedad de imperfecciones contrarias, y el bien que quiero no lo hago; y no obstante yo sé bien, que lo quiero en verdad, sin ficción y con una voluntad inviolable. ¿Cómo puede ser, pues, que sobre una tal voluntad aparezcan tantas imperfecciones y nazcan en mí? Ciertamente que no son ni de mi voluntad, ni por mi voluntad, aunque en mi voluntad y sobre mi voluntad. Me parece que es como el muérdago, que crece y aparece sobre un árbol y en un árbol, pero no es del árbol ni por el árbol.»

(El Espíritu de San Francisco de Sales, volumen III. 463.) Editorial Balines, 1947.

 

El Beato Claudio de la Colombière, S. J.

Este apóstol de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y tan encendido en su amor, se expresa de semejante manera en su Acto de Consagración:

«Siento en mí una gran voluntad de agradaros y una gran impotencia para llevarlo a cabo sin una gran luz y auxilio muy particular que no puedo esperar más que de Vos. ¡Haced en mí vuestra voluntad, Señor! Yo me opongo a ella, bien lo sé; pero bien quisiera a ella no oponerme. ¡A Vos os toca hacerlo todo, divino Corazón de Jesucristo! Vos sólo tendréis toda la gloria de mi santificación, si me hago santo: esto me parece más claro que la luz del día; mas será para Vos una gran gloria…»

¡Cuánto nos consuela oír hablar así a los santos, a los grandes santos y doctores! Y más nos debe animar el ejemplo que tenemos en el mismo Jesucristo Nuestro Señor, cuando en Getsemaní, con estar tan perfectamente unido a la voluntad divina, siente la repugnancia de su voluntad sensible, humana. Ciertamente Jesús no era movido de pasiones como nosotros, ni podía pecar; pero sentía estas afecciones sensibles y humanas que le hacían sufrir.

Es evidente que hemos de luchar en este terreno de la voluntad racional y sensible, porque Dios así lo permite y lo quiere para nuestro mayor bien.

 

Juliana de Norwich

Hemos de luchar; ¡pero si al menos pudiéramos evitar estas bochornosas caídas en faltas y pecados!… Pero también ha sido disposición de Dios que estuviésemos expuestos a estas continuas derrotas para aprovechamiento dé virtud y de santificación. Es curioso lo que dice Juliana de Norwich, mística inglesa del siglo XIV, en sus dulces visiones y revelaciones del Amor de Dios.1

«Nuestro Señor devolvió inmediatamente a mi espíritu el ardiente deseo que tenía de poseerle; y vi que nada se oponía a ello fuera del pecado. Pensando luego en lodos los cristianos en general, me dije que si el pecado no hubiese existido, todos hubiéramos sido puros y semejantes a Dios, tal como Él creó a nuestros primeros padres. Con mi sencillez habitual, me había preguntado, a menudo, por qué la gran sabiduría de Dios que lo prevé todo, no habría puesto obstáculo al primer pecado; porque entonces, pensaba yo, todo habría ido bien. Lejos de apartar esta preocupación como hubiera debido, me lamentaba y me afligía sobre esto mucho, sin razón ni medida. Pero Jesús, que en estas visiones me instruía en todo lo que me es necesario conocer, respondió a ello diciendo: Conviene que el pecado exista; mas no tengas inquietud; todo irá bien, todo acabará bien.

»Estas palabras me fueron dichas, efectivamente, con la más perfecta ternura, sin ninguna muestra de vituperio, ni para mí, ni para todos los que serán salvados. Era, pues, pernicioso para mí. y una gran falta de confianza filial, el quejarme o extrañarme de la conducta de Dios, y todavía más cuando Él no me dirigía ningún reproche por mis pecados.

»Vi en estas palabras un maravilloso misterio, profundamente oculto en Dios; misterio que nos revelará un día en el Cielo. Entonces veremos la verdadera razón por la que ha permitido que el pecado fuera cometido, y nos gozaremos eternamente de conocerla.»

(Rev. del Amor de Dios, cap. XXVII.)

 

Santa Mechtilde

En esta lucha continua, Dios no nos desampara nunca, ni aun cuando estamos caídos en el pecado; siempre nos tiene bajo su infinita misericordia y bondad.

En las Revelaciones de Santa Mechtilde se encuentran unas declaraciones portentosas a este propósito. Hablando a la Santa de una tercera persona por la cual ella rogaba, le dijo el Señor:

«Si el pensamiento de que ella no es del número de los elegidos le viniera alguna vez a su mente, que obre a semejanza del hombre que camina por un valle oscuro: si este hombre se siente acometido por el deseo de ver el sol, subirá del valle a la colina a fin de salir de las espesas sombras. De una manera semejante debe obrar ella si se halla rodeada de las nubes de la tristeza: que suba a la montaña de la esperanza y me contemple con los ojos de la fe, a Mí que soy el celestial firmamento donde están puestas como estrellas las almas de todos los elegidos. Podrá ser que estas estrellas queden ocultas tras las nubes del pecado y la neblina de la ignorancia; no obstante, no pueden dejar de brillar en su firmamento, es decir, en mi claridad divina; porque los elegidos, aunque a veces estén cargados de pecados enormes, están siempre a mis ojos envueltos por mi caridad que les ha escogido y los hará llegar a mi eterna luz. Por eso es bueno que el hombre recuerde a menudo mi bondad gratuita que, después de haberle elegido, puede, en sus maravillosos y secretos juicios, mirarlo como justo, aun si se halla actualmente en pecado, porque Yo me ocupo de él con amor, a fin de sustituir el mal con el bien que quiero ver en él. Entonces puede bendecirme a Mí, que soy el firmamento de los elegidos, con esta palabra: Que todos los Ángeles y Santos te bendigan, y desee alabarme juntamente con ellos.»

(Revelaciones, JV parte, cap. XXIV)

 

Conceptos de las “Revelaciones del Amor de Dios”

También Juliana de Norwich abunda en estos conceptos en sus Revelaciones del Amor de Dios y aun añade una razón aclaratoria: Una vez Dios le dio a conocer, que pecaría, y ella concibió por ello un dulce espanto. Entonces el Señor le respondió: Yo te guardo en completa seguridad; no temas, pues. «Y diciéndome esto, me mostró un mayor amor y mayores prendas de seguridad y de protección espiritual que yo no sabría cómo expresarlas. Y como sobre este tema del pecado se trataba de todos mis hermanos en Cristo, es evidente que el consuelo de saberse tan bien guardada también les alcanza a ellos.» Y poco después añade: «Hay en toda alma predestinada, una voluntad divina que nunca ha consentido ni consentirá jamás en el pecado. De la misma manera que en la parte inferior de nuestro ser hay una voluntad perversa que no puede querer bien alguno, así también en su parte superior hay una voluntad divina tan buena, que no puede querer jamás el mal, sino siempre el bien. Y por ello somos nosotros lo que Dios ama, y hacemos incesantemente lo que le place. De esta manera yo vi con qué amor el Señor nos rodea; sí, mientras estamos todavía en esta tierra nos ama tanto como nos amará cuando estemos ante su presencia».2

Revelaciones, cap. XXXVII.)

 

Todo acabará bien. La gloria final.

Dura y dolorosa es esta lucha nuestra, en que tantas veces somos vencidos por el pecado. Pero consolémonos con Juliana de Norwich recordando la confortante palabra de Jesús en sus revelaciones: No tengas inquietud; todo acabará bien. Nuestros mismos pecados y faltas se convertirán en piedras preciosas para nuestra corona de gloria ¡qué maravilla tan portentosa!

«Dios me mostró igualmente —dice la reclusa o ermitaña de Norwich— que en el Cielo el pecado no será un objeto de vergüenza, sino de alabanza para aquel que lo habrá cometido; porque así como es verdad que a todo pecado corresponde un sufrimiento, así también el amor de Dios hará que toda falta cometida por el alma predestinada, le valdrá más tarde un grado más de felicidad. De la misma manera que los diferentes pecados son castigados por penas diferentes según su gravedad, así también en la vida futura habrá para las almas goces especiales y proporcionados al dolor que les habrán causado sus faltas durante su vida aquí abajo. El alma que un día entrará en el Cielo es ya preciosa para Dios; y esta mansión está tan llena de alabanzas, que la bondad divina no permite que el alma que debe ir allí, caiga acá abajo sin sacar finalmente un mérito de ello: su caída será eternamente conocida, pero tan felizmente reparada que resultará gloriosa

(Revelaciones, cap. XXXVII»

«Aunque el alma del pecador se halla así curada (por la contrición, la compasión y el deseo de poseer a Dios), sus heridas permanecen delante de Dios, no como llagas, sino como títulos de gloria. Y sucederá que en el Cielo seremos recompensados en la medida con que habremos sido castigados aquí bajo por el dolor y la penitencia, porque el amor todo amable de nuestro Dios todopoderoso no sabría sufrir que sus elegidos perdiesen, por poco que fuese, nada del mérito de sus penas. Y puesto que el pecado es, a sus ojos, un dolor y un sufrimiento para aquellos que le aman, Él no les da ninguna reprensión. La recompensa que recibiremos no será pequeña sino grande, honorífica y gloriosa.»

(Revelaciones, cap. XXXIX.)

Estas frases que parecen tan atrevidas o exageradas, ¡Cuán consoladoras son! «Que los elegidos, aunque a veces estén cargados de pecados enormes, están siempre, a los divinos ojos, envueltos por su caridad que los ha escogido y los hará llegar a su eterna luz», según declara Santa Mechtilde. «Que hay en toda alma predestinada, una voluntad divina que nunca ha consentido ni consentirá jamás en el pecado.» «En su parte superior hay una voluntad divina tan buena que no puede querer jamás el mal, sino siempre el bien», nos dice Juliana de Norwich.

Y añade cuando ella concibió un santo temor de posible pecado que pudiera cometer, le dijo el Señor: «Yo te guardo en completa seguridad, no temas, pues. No tengas inquietud: todo acabará bien». Y otras frases semejantes, ¡cómo calman y pacifican nuestro espíritu!

Las palabras de Santa Mechtilde y de Juliana de Norwich, extrañan a no pocas personas, a quienes les sorprenden los conceptos con que exponen el proceder de Dios sobre la tolerancia o existencia del pecado en el mundo y especialmente cómo considera el pecado, leve o grave, en sus escogidos. En realidad lo que hace Dios es detestar el pecado, pero amando al pecador, especialmente con sus escogidos, que son todos los cristianos que se salvan.

Si bien usan a menudo la palabra «elegidos» o «predestinados», Juliana de Norwich hace constar que «como en este tema del pecado se trataba de todos mis hermanos en Cristo, es evidente que el consuelo de saberse tan bien guardada les alcanza también a ellos». Por lo tanto, los consuelos que nos causan, no son solamente para personas de una piedad extraordinaria, sino para todos los cristianos en general, que viven conforme a la fe de Jesucristo, en el santo temor de Dios y sumisión a la Santa Iglesia.

Y no hemos de creer que sea presunción o temeridad, el considerarnos como elegidos, si perseveramos sencillamente, con buena voluntad, en la práctica normal de una vida cristiana.

Ciertamente nadie sabe con certeza de fe, si está predestinado, ni si está actualmente en gracia de Dios; pero sí que lo puede saber con certeza moral y debe saberlo y creerlo, habiendo puesto los medios que Dios nos ha dado, pues la virtud teologal de la Esperanza no se nos da como una probabilidad de azar que pueda salir premiada con la gloria eterna, sino como una certeza moral, pero segura, de ganar la gloria del Cielo, practicando la vida cristiana como nos enseñó Jesucristo en su Evangelio.

Finalmente, para corroborar y dar mayor relieve y confianza a las frases que hemos subrayado en el texto, nos place, para terminar, citar otro texto de un gran Santo y Doctor de la Iglesia, con su adecuada expresión teológica.

 

San Bernardo, Fundador, y Doctor de la Iglesia Católica

Este Santo Doctor de la Iglesia, con su autoridad y piedad reconocidas, trata este tema del amor tan firme y tan tierno que Dios tiene para los escogidos, con unos textos sagrados que concuerdan perfectamente con las frases de Santa Matilde y de Juliana de Norwich, exponiendo sus elevados conceptos teológicos que copiamos. «El decreto de Dios es inmutable; Él ha pronunciado un juicio de paz, que no revocará jamás sobre aquellos que le temen, disimulando lo malo que hacen y recompensando sus acciones virtuosas; de suerte, que por un efecto maravilloso de su misericordia no solamente los bienes, sino los mismos males conspiran a su bien. ¡Oh!, sí: sólo es verdaderamente dichoso aquel a quien el Señor no ha imputado los pecados,3 pues ninguno hay que esté exento de pecado. Todos han pecado4 y todos tienen necesidad de la gracia de Dios

Y a continuación, en apoyo de su doctrina, comenta aquel texto de San Pablo:5 «Es Dios quien justifica», y amparándose en las mismas palabras del Apóstol, dice «No obstante, ¿quién puede acusar a los escogidos de Dios? Y añade San Bernardo: Me basta, para ser justo, tener a mi favor solamente a Aquel a quien he ofendido con mis infidelidades. Todo lo que Él ha resuelto no imputarme es como si yo jamás lo hubiera cometido. No pecar pertenece solamente a la santidad de Dios: más la santidad del hombre es puro efecto de la bondad e indulgencia del Señor.»

Y amparándose con el texto de San Juan, el Apóstol del Amor divino,6 San Bernardo, continúa: «Yo he visto estas cosas, y he comprendido la verdad de estas palabras: Todo aquel que ha nacido de Dios no hace pecado; porque la semilla de Dios, que es la gracia santificante, mora en él, y si no la echa de sí no puede pecar,7 puesto que la generación celeste que ha recibido le conserva puro. Esta generación celeste no es otra cosa que la predestinación eterna por la cual Dios ha amado gratuitamente a sus escogidos en su Hijo amadísimo, antes de la creación del mundo, mirándolos en Él con ojos favorable a fin de hacerlos dignos de ver el esplendor de su gloria y de su potencia y hacerlos participantes de la heredad de Aquel a cuya imagen debía hacerlos conformes.

Yo los he contemplado, pues, como si jamás hubiesen pecado. Porque si bien es verdad que pecaron efectivamente en el tiempo, eso no aparece en la eternidad, porque la caridad infinita de su Padre cubre la muchedumbre de sus pecados; y por eso los he llamado dichosos a aquéllos, cuyos pecados les han sido perdonados y cubiertos.8 Entonces he sentido repentinamente en mí una gran confianza y me he llenado de una alegría muy grande.»

(San BERNARDO, “Sermón XXIII sobre el Cantar de los Cansares” 15. Obras completas de San Bernardo, tomo III (trad. del P. Jaime Pons, S. I.)

 

Un ejemplo del Evangelio

La narración evangélica de las negaciones de Pedro, nos ofrece un ejemplo con una garantía inigualable del misericordioso proceder de Jesús, acerca del pecado en sus elegidos y en todos los que le aman. Es sumamente consolador, oír y contemplar la sencillez y naturalidad, la serenidad y bondad divinas, como Jesús habla con el pecador amado, de su pecado futuro, lo cual concuerda con los textos tan sorprendentes que venimos comentando. Oigamos al propio discípulo de Pedro y evangelista San Marcos.9

Díjoles Jesús: «Todos os escandalizaréis por ocasión de mí esta noche, según está escrito: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas. Pero después de haber resucitado os precederé a Galilea». Pedro le dijo entonces: «Aun cuando todos los demás se escandalizaren, en Vos, yo no». Jesús le replicó: «En verdad te digo, que tú, hoy mismo, en esta noche, antes de la segunda vez que cante el gallo, tres veces me has de negar». Él, no obstante, insistía añadiendo: «Aun cuando haya de morir con Vos, yo no os negaré. Y lo mismo decían todos los demás.»

Veamos en el Evangelio de San Lucas,10 cómo Jesús indica a Pedro que Él le guarda seguro, rogando por él y que todo acabará bien. Dijo también el Señor: «Simón, Simón, mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos como el trigo. Más yo he rogado por ti a fin de que tu fe no perezca, y tú, cuándo te conviertas confirma a tus hermanos». «Señor, respondió él, yo estoy pronto a ir con Vos a la cárcel y aun a la muerte.» Pero Jesús le replicó: «Yo te digo, ¡oh Pedro!, que no cantará hoy el gallo, antes que tú niegues tres veces haberme conocido».

Y continúan hablando, Pedro haciendo protestas de fidelidad a Jesús, diciendo que está dispuesto para ir con Él aunque sea a la prisión y a la muerte; y Jesús repitiéndole con la misma calma, bondad y paciencia: «Yo te digo, ¡oh Pedro!, que el gallo no cantará hoy, que tú, por tres veces, no niegues que me conoces».11

Aún hallamos entre los textos del Evangelio, otro que concuerda perfectamente con la frase de Santa Mechtilde, que nos explica cómo Dios mira a sus escogidos cuando se hallan caídos y cómo los envuelve con su caridad. El texto evangélico es una frase corta, pero reveladora de aquel amor y dolor divino y humano, de aquella escena de la tercera negación de Pedro. Nos la refiere San Lucas12 en aquel momento de tanta intensidad dramática, cuando Pedro por tercera vez negaba que conociera a Jesús. Dice el Evangelio: «Y al momento, cuando él estaba todavía hablando, cantó el gallo, y el Señor, volviéndose, miró a Pedro. Y Pedro recordó la palabra del Señor, cuando le dijo: Antes de cantar el gallo me negarás tres veces. Y saliendo afuera, Pedro lloró amargamente».

¡Qué escena tan patética y tan llena de amor y de dolor! El Señor vuelve sus ojos a Pedro, no con mirada airada, ni severa: es una mirada suave, serena, tranquila, toda llena de amor que envuelve al pecador con su divina caridad.

El amor divino continuó en las relaciones entre el buen Jesús y Pedro. Éste fue favorecido con una de las primeras apariciones de Jesús resucitado. En otra ocasión, Jesús, como si fuera, no una penitencia, sino como un desquite amoroso, dio con sus preguntas ocasión a Pedro que le declarase, por tres veces seguidas, su amor fidelísimo; y le corroboró su primacía entre los apóstoles y en el gobierno de la Iglesia. Todo acabó bien; Dios le guardó siempre seguro con su amor y providencia particular. ¡Todo acabó bien!

Notemos también cómo concuerda este hecho final con las explicaciones de Juliana de Norwich sobre la gloria eterna que tendrán en el Cielo los elegidos por el dolor, humillación y penitencia que les habrán causado sus caídas, y brillarán como piedras preciosas para su corona de gloria. Pedro lloró amargamente su caída durante toda su vida; y conservó igualmente su humildad hasta en el mismo martirio con que ofreció su vida por amor a su Divino Maestro. Ahora, en el Cielo, sus negaciones ciertamente no le causan vergüenza y confusión, antes al contrario, la pena, dolor y penitencia que le causaron, para el ahora son títulos de gloria acompañados de todas las virtudes.

Y aun aquí en la tierra, ¿qué santos han sido más glorificados que San Pedro, por los cristianos de todo el mundo?

 

Normas prácticas

Y nuestro amable Salvador no quiere que sus sirvientes desesperen, por frecuentes y graves que puedan ser sus caídas; porque estas caídas no le privan de amarnos. Su paz y su amor están siempre con nosotros, ya sea en estado latente, ya sea en acto, aunque nosotros no estemos siempre en la paz y en el amor. Él quiere que sepamos bien que es el fundamento de toda nuestra vida en el amor; que además nos guarda siempre y nos rodea de su poderosa protección contra enemigos encarnizados y furiosos; y tenemos tanta más necesidad de su socorro, cuanto más nuestras caídas anteriores invitan a estos enemigos a echarse sobre nosotros.»

(Revelaciones del Amor de Dios, cap. XXXIX).

«Cuando nos aplicamos al amor y a la humildad, todas nuestras manchas desaparecen por la acción de la misericordia y de la gracia. Dios es tan poderoso y hábil para salvar a los hombres, como deseoso de hacerlo. Jesucristo, que es el fundamento de todas las leyes cristianas, nos ha enseñado a volver bien por mal; por aquí vemos cómo es Él mismo esta caridad, y que hace por nosotros lo que nos recomienda de hacer a los demás. Quiere que a ejemplo suyo tengamos todos plenamente el amor de nosotros mismos y el amor de nuestros semejantes; y que como el suyo, este doble amor no se rompa por el pecado; sino que detestando la falta, amemos siempre al que la ha cometido, así como le ama Dios. Debemos, pues, esforzarnos en odiar el pecado como Dios le odia y amar a las almas a ejemplo suyo. ¡Qué infinito consuelo hay para nosotros en esta palabra de Jesús: Yo te guardo con toda seguridad!»

(Revelaciones, cap. XL.)

Difícilmente se pueden encontrar conceptos más dulces para consolarnos en las continuas humillaciones de nuestras caídas. Es voluntad de Dios darnos el premio más por la lucha que por la victoria, y por lo tanto, nuestra santificación ha de salir necesariamente de la tenacidad y constancia en lucha para vencernos durante toda la vida. Perseverar EN LA LUCHA ES LA MAYOR DE las victorias, o más bien la única firme y verdadera, puesto que sólo LA PERSEVERANCIA ES CORONADA.

1 Juliana di Norkwich, mística inglesa del siglo  XIV. “Revelaciones del Amor de Dios”. (Traducción del P. S. Pascual, Sch. P.) Bar¬celona, Ed. Balines 1959.

Según afirma el P. Faber, la Inglaterra católica quizá no ha dado tesoro más precioso a la iglesia que las Revelaciones de Juliana de Norwich. Y parece que pocos años antes de su muerte tenía intención de publicar, él mismo, una nueva edición de estas “Revelaciones”, que en opinión del P. Dalgairna, discípulo predilecto del P. Faber, y buen juez en esta materia, son uno de los libros espirituales más notables de la Edad Media; en él se encuentran pasajes cuya belleza rivaliza con las revela clones de Santa Ángela de Foligno, y merecen figurar al lado de las de su gran contemporánea Santa Catalina de Siena.

2 Quizá no sería prudente exponer ante el vulgo esta doctrina, por otra parte muy consoladora para las personas que tienden prácticamente a la perfección, especialmente para aquellas que en sus luchas hayan tenido que soportar las más dolorosas humillaciones.

3 Ps. 31, 2.

4 Rom, 3, 23.

5 Rom 8, 33.

6 I.a Jo 3, 9.

7 I.a Jo 3.

8 Ps 31 , 1.

9 Me. 14, 27-31.

10 Le. 22, 31-34.

11 Lc. 34.

12 Lc. 22, 60-61.

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