Las bienaventuranzas en el Evangelio, en el sagrario, en la práctica

Pretende difundir el mensaje de las bienaventuuranzas, en el que Dios promete el cielo si las seguimos.

LAS BIENAVENTURANZAS
En el Evangelio
En el Sagrario
En la práctica

EUDALDO SERRA BUIXÓ, Pbro.

EDITORIAL BALMES

 

INTRODUCCION A LA EXPLICACION DE LAS BIENAVENTURANZAS

 

La doctrina evangélica es contraria al espírtiu del mundo

El Sermón de Jesucristo en la Montaña es el compendio del Evangelio, y las Bienaventuranzas son el compendio de este Sermón.

Lo primero que el Divino Maestro hace comprender con las Bienaventuranzas es, que el camino de la verdadera felicidad se halla en todo lo contrario de lo que el mundo ama, procura y practica; y esto es la inversión completa de la ideología general, así de los judíos como de los gentiles.

Fijémonos en que la palabra bienaventurado en boca de Jesucristo, es totalmente opuesta al sentido que le da el mundo. Los mundanos llaman bienaventurado a aquel que posee todas las riquezas, honores, placeres y gustos que desea y puede gozar en la vida. Mientras que Jesucristo llama bienaventurados a los que sufren pobreza, dolores, humillaciones y persecuciones por causa de Él. Es que el mundo mira tan sólo los gozos terrenales, prescindiendo de los celestiales; y Jesucristo en cambio propone asegurar los gozos de la eterna felicidad, sacrificando los goces temporales a fin de obtenerla. El mundo llama felicidad a lo que Jesús llama desgracia; y llama desgracia a lo que Jesús predica como bienaventuranza.

 

La táctica de Jesús

Según la prudencia mundana, parece que habría sido conveniente preparar los espíritus, suavizando la reacción que había de producir una doctrina tan contraria a la convicción y experiencia general, siguiendo una táctica más conciliadora, haciendo por adelantado las concesiones posibles a la ideología y prácticas mundanas, a fin de hacerles adoptar estas enseñanzas tan nuevas y, sobre todo, tan contrarias, que venía a predicarles.

Jesucristo siguió una táctica bien distinta. Enseña su doctrina de un modo claro y sencillo, y declara, sin paliativos ni circunloquios, las luchas y los sufrimientos que les sucederían a aquellos que quisieran seguirla. Confía sólo en la fuerza sobrenatural de su palabra.

Es cosa que hace reflexionar y meditar, ver como Jesús, a un público tan variado, tan distanciado en ideas, tan terrenal en sus intereses, y con miras tan materiales, les predica la doctrina de la más alta perfección, que implica y exige el menosprecio de todas las cosas mundanas y la abnegación total de sí mismo.

 

La eficacia de la palabra divina

Eso demuestra claramente que el Evangelio es virtud de Dios, y que sin otra arma que la palabra divina consignada en el, puede hacerse el apostolado más santo y efectivo para remover las conciencias adormecidas, inflamar los corazones fríos y transformar pueblos enteros. No hace falta sino exponer las máximas de virtud enseñadas por Jesucristo, con toda sencillez, con fe inconmovible, con ardiente caridad, como Él, sobre las almas que quieran escuchar. Todo lo demás son sofismas o procedimientos que sólo demuestran la falta de fe en la fuerza y virtud de la palabra divina revelada. Podrán promover éxitos humanos, semejantes a llamaradas espirituales, pero no conseguirán hacer amar más las máximas evangélicas, y menos todavía, lograr que sean seguidas sinceramente con fidelidad.

 

El modo de predicar de Jesús

Otro aspecto que nos hace amar particularmente el Sermón de la Montaña es que conserva, más que ningún otro, el estilo con que el Señor predicaba.

Los Evangelistas son exactos en decirnos lo mismo que dijo Jesucristo, aunque cada cual lo exprese con su estilo personal. El estilo es lo propio de cada Evangelista: los hechos y las palabras son de Jesucristo. Si pudiéramos llegar a poseer una página en que sólo estuviese transcrita la materia predicada, sino además la forma misma que Jesucristo usaba, es decir, las mismas frases y su estilo propio, ¡cuánto más amable y admirable nos parecería!

Pues bien, entre todas las páginas del Evangelio que según parece son las más exactas en conservar la forma de los sermones de Jesucristo, una de las más notables la constituye el Sermón de la Montaña parece que San Mateo nos haya conservado no sólo las sentencias y materia, sino incluso la forma de expresión con que Jesús predicó aquellas grandes verdades fundamentales de la santidad cristiana. Excepto la forma externa de la traducción siempre inevitable —pues Jesús hablaba en arameo—, en estas páginas, bien podemos imaginar que estamos oyéndole y escuchándole, sin que otra cosa se interponga entre Él y nosotros. En todo el Evangelio es siempre exactamente el mismo Jesús, pero aquí se le percibe con mayor relieve, como si fuera el timbre mismo de su voz.

 

Las Bienaventuranzas son para todos

Conviene que tengamos muy en cuenta que las Bienaventuranzas evangélicas no se refieren exclusivamente a ciertas hazañas o virtudes extraordinarias de los Santos, ni a lo que llamamos vida mística, sino que son patrimonio común de todos los cristianos. Cualquier cristiano que, fiel a la moción de la gracia, practica la virtud, ya posee la bienaventuranza; en mayor o menor grado según sea el esfuerzo que ponga en los actos de virtud y la caridad con que los practique, pero la bienaventuranza le pertenece. No olvidemos que del mismo modo que existen diferentes grados de gloria en el Cielo según la perfección de cada uno, también en la tierra hay las mismas diferencias; y por esta razón, en el camino de la santidad, se hace distinción entre principiantes, avanzados y perfectos, aunque todos se encuentren ya dentro del campo de la santidad. Los grados de perfección en la virtud van, desde el acto virtuoso más pequeño y más fácil de practicar a cualquier cristiano, hasta los actos de las virtudes más heroicas a que han llegado los mártires y santos. Predicando Jesús para todos, dice lo esencial de la virtud que quiere enseñarnos, en toda su extensión y amplitud, pero deja a la buena voluntad, comprensión, capacidad y devoción de cada cual, el practicarla en la medida y forma que más le plazca y se adapte a sus fuerzas, circunstancias y manera de ser.

 

Conviene distinguir entre preceptos y consejos

Aunque Jesús enseña la perfección más elevada en santidad y virtud, no hace de ella un precepto obligatorio para todos, en el grado más perfecto. Se contenta con que cada uno la practique en el grado y forma de que sean capaz, con buena voluntad. Los grados o forma más perfecta de la virtud, la aconseja a aquellos que, habiendo sabido entender el llamamiento de Jesús, sienten el deseo de practicarla y se encuentran con fuerzas de llegar a ella con la gracia de Dios.

Así, por ejemplo, todos hemos de practicar la pobreza de espíritu, no teniendo afecto desordenado a las riquezas ni al dinero; y esto es un precepto. Pero no todo el mundo ha de renunciar a todos los bienes y practicar la pobreza efectiva: esto sólo es un consejo, y aún para aquellos a quienes llama más especialmente. Todos debemos practicar la castidad y pureza, sea cualquiera el estado en que nos hallemos: esto es un precepto. Mas no todos deben guardar la virginidad: esto sólo es un consejo, y sólo para los que se sientan llamados a practicarlo. Y así de otras virtudes.

Los preceptos son obligatorios para todos, pero los consejos son dejados a la libertad de cada uno; y en eso precisamente se distingue el precepto del consejo. Pero hemos de entender bien, que aunque Jesucristo nos deje en libertad para no seguir su consejo, sin cometer por ello pecado alguno, no significa que le dé igual que lo sigamos o no; por el contrario, Dios se complace en que le escuchemos y sigamos su consejo, si nos sentimos inclinados a ello y con fuerzas y medios convenientes, aunque no nos obligue a ello. Por eso decía Jesús, después de ponderar alguna de estas grandes virtudes; «Quien sea capaz de entender, que entienda.» Nos manifiesta su deseo y complacencia, es una exhortación amorosa y muy delicada que nos indica cuanto le agradaría que le siguiéramos a lo menos hasta donde lleguen nuestras fuerzas y buena voluntad. ¿Puede haber otro gozo mayor para un cristiano, que el de poder complacer a Jesús en un gusto y deseo tan generosa y delicadamente manifestado?

 

Las objeciones contra las Bienaventuranzas

Una vez vistos el espíritu y alcance de las Bienaventuranzas, hemos de entender y asentir francamente que aceptar las Bienaventuranzas equivale a invertir el concepto de la vida que generalmente impera entre los hombres. Por eso es natural que el auditorio, reunido en torno al Divino Maestro cuando las predicaba, y los auditorios que las han oído después, se pregunten: ¿Pero es posible vaciar la vida en esos moldes? ¿Es posible realizar la honda revolución espiritual que las Bienaventuranzas suponen? ¿No será esto empeñarse en remar contra la corriente? Y aún en el caso en que nos decidamos a ir contra el criterio del mundo, a invertir el concepto de la vida, a vivir remando contra la corriente, esa lucha incesante y ese trabajo continuo, ¿no acabará robándonos la felicidad que se nos promete? ¿Cómo pueden llamarse bienaventurados los que viven así?

A esta dificultad que suscitan las Bienaventuranzas se podría responder de dos maneras; podría responderse de una manera conciliadora, que consistiera en decir a los hombres que fueran condescendientes con el mundo, hasta el último límite de lo lícito; que hicieran concesiones al espíritu del mundo, que procuraran evitar toda situación violenta y, así, suavizaran los rigores de la lucha, se redujera al mínimo el trabajo.

Esta solución, que a muchos quizá parecerá la mejor, desde el punto de vista del Evangelio es un verdadero absurdo porque, supuesta la contradicción que hay entre mundo y Evangelio, eso es pura ilusión, pues siempre será verdad que nadie puede servir a dos señores.

Además de esto, nosotros no podemos contentarnos con lograr que el mundo nos tolere la práctica del Evangelio. Nuestra obligación es vencer al mundo, haciéndolo abandonar sus caminos e imponiéndole la virtud. Somos nosotros los que hemos de entablar la lucha contra el mundo, llenos de espíritu apostólico. Somos la luz, y el mundo las tinieblas, y entre la luz y las tinieblas hay una oposición irreductible, que trae consigo una lucha implacable. Pero es que aún en el caso de que pudiéramos aquietar al mundo, contentándonos con que nos tolerara un mínimum de Evangelio, ¿cómo podríamos contentar al Señor, sacrificando por respeto al mundo lo más santificador y lo más sublime de las enseñanzas evangélicas? Por eso, no puede admitirse esa solución conciliadora que, en último término, es una defección cobarde y un primer paso hacia la apostasía.

Nuestro Señor fue por otro camino muy distinto. Aconsejó a los hombres que aceptaran ya en principio semejantes hostilidades y persecuciones del mundo, y que, una vez aceptadas en principio, miraran esas mismas persecuciones y hostilidades como misericordias suyas. No otra cosa quiere decir su palabra sencilla y terminante: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Esta solución es heroica, pero es la única que deberíamos esperar de los labios de Jesucristo. ¿Qué las Bienaventuranzas que estamos practicando contrastan vivamente con el espíritu del mundo? ¿Que el mundo nos va a perseguir porque vivimos las Bienaventuranzas? Pues bien, afrontemos la persecución como una gloria; miremos esa persecución como nuestro tesoro, y, lejos de avergonzarnos del Evangelio, gloriémonos de vernos perseguidos por su causa, por seguir la virtud que él nos enseña. Esto, ¿no equivale a decirnos que nuestra vida ha de ser, aun en medio de heroísmos y radiantes victorias, una vida trabajosa y amarga, muy distante de la Bienaventuranza que se nos promete? Éste es el punto decisivo de las objeciones propuestas al principio, y hay que mirarlo y ponderarlo resueltamente y sin escamoteos. ¿Qué respondemos, pues, a esta cuestión? Si tenemos fe, hemos de responder, sin titubear, que estamos en presencia de una paradoja divina, y por ella se nos da a conocer, aunque a nosotros nos parezca evidente lo contrario, que ese cúmulo de trabajos y persecuciones que las Bienaventuranzas echan sobre nosotros, son el camino de la felicidad tan verdadera y tan profunda, como el mundo no ha conocido jamás. Más aún; lo que parece colmar la medida de los trabajos y amarguras, la persecución, de que nos habla la octava Bienaventuranza, es como el atajo que abrevia el camino de la felicidad prometida, y como el sello que garantiza la seguridad de conseguirla.

A quien no tenga fe, le parecerá una locura este modo de discurrir, pero con ojos de fe, se descubre sin esfuerzo que es sabiduría de Dios.1

 

Las Bienaventuranzas, prenda de gloria eterna

Las Bienaventuranzas son el código abreviado de la vida cristiana. Cuando más adaptemos la regla de nuestra conducta a las bienaventuranzas, tanto más cristianos, virtuosos > santos seremos.

En el fondo todas ellas encierran, bajo diversas formas, un solo pensamiento que contiene una promesa y su condición. La promesa es el cielo, después de la muerte; la misma felicidad de Dios eternamente. La condición es sufrir en este mundo, y por el sufrimiento merecer aquella felicidad. Este es todo el plan de la Providencia.

Teóricamente todos los cristianos creemos esta verdad, pero prácticamente nos cuesta mucho aceptarla, ¡es tan duro el sufrir! ¡repugna tanto a nuestra naturaleza el resignarnos! A pesar de la palabra de Dios y nuestra experiencia de muchos años de vida, cuando se presenta la prueba constituye siempre una sorpresa para nosotros; cuando se pierde la esperanza causa un desengaño. De esta sorpresa y desengaño se originan dudas sobre la bondad de Dios, lamentos, murmuraciones, revueltas contra Dios, negra tristeza, abatimiento sin remedio, y a veces una triste y ensombrecida desesperación.

Pues bien, con el Evangelio en la mano podemos declarar que si algo debiera desesperarnos aquí en la tierra, sería la felicidad. Porque si Dios nos engañase una sola vez, y faltase a una sola de sus promesas, podría también engañarnos y faltar a todas las demás. Y entonces nuestra esperanza se derrumba totalmente por falta de fundamento, que es la fidelidad de Dios a su palabra. Dios nos ha prometido el sufrimiento en este mundo:, ya lo tenemos; está bien. Es la base inconmovible de nuestra confianza y de nuestra esperanza. A cambio del sufrimiento soportado pacientemente en la tierra, Dios nos ha prometido la felicidad sin límite y sin fin. Estemos seguros que lo tendremos. Así como ha sido fiel en dejamos sufrir, Dios lo será también, y más aún, en hacernos felices.

Por mucho que nos cueste, conviene que aceptemos el orden establecido. Nuestras revueltas sólo pueden perjudicarnos a nosotros mismos: Dios no cambiará los planes de su Providencia. Después de todo, sufrir algunos años y ser plenamente felices toda una eternidad es un programa muy bello para que lo aceptemos con agradecimiento y lo cumplamos con valor.

Los doctores judíos tenían también su programa mesiánico. Se resume en dos palabras: un Mesías doblando bajo su cetro victorioso a todos los pueblos del mundo, reducidos a ser los humildes servidores de Israel, y saciando de oro, de gloria y de placeres a los judíos. Las Bienaventuranzas son su contradicción formal.2

 

LAS BIENAVENTURANZAS DE JESUS

EN EL EVANGELIO

EN EL SAGRARIO

EN LA PRACTICA

 

Primera Bienaventuranza

EN EL EVANGELIO. — Dijo el buen Jesús: Bienaventurados los pobres de espíritu. porque de ellos es el Reino de los Cielos, frente al mundo, que dice: «Dichosos los ricos y malaventurados los pobres.»

Pobres de espíritu, es decir, de corazón, no son precisamente los que no poseen bienes materiales, sino los que no sienten afecto a las riquezas ni tienen su corazón puesto en ellas. El cristiano, por la sola razón de ser pobre, no entra en esta bienaventuranza; ni está excluido de ella por la sola razón de ser rico.

Pobres de espíritu, o en espíritu, son los que aman y veneran la pobreza, por ser una virtud ensalzada y practicada por Jesús; son aquellos que no sienten afán de poseer riquezas, o no tienen amor a las que ya poseen, y no las malgastan en lujos, refinamientos y superfluidades; son los que saben desprenderse de ellas en cualquier momento por verdadera caridad, y los que saben resignarse si las pierden.

Pero no son pobres de espíritu, ni por lo tanto bienaventurados, los que, faltos de riquezas, las envidian codiciosamente; los que falsean la conciencia a fin de obtenerlas; los que faltan a la caridad con el fin de conservarlas o aumentarlas, y pecan de continuo para disfrutarlas.

Con el fin de apartarnos de este afecto o deseo de la riquezas, Jesús nos manifiesta y pondera con palabras muy fuertes, los gravísimos peligros en que están los que tienen afán de riquezas y en ellas ponen todo su gozo y esperanza, es decir, que tienen el corazón puesto en ellas.

Es a éstos a quienes dice Jesús: « ¡Ay de vosotros, los ricos!, porque tenéis ya vuestra consolación.» (Lucas 5, 24.) «En verdad os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Y os digo más todavía; Es más fácil que pase un camello por el agujero de una aguja, que entre un rico en el reino de los cielos.» Oídas estas cosas, los discípulos quedaron muy admirados, y decían: «¿Quién podrá, pues, salvarse? Mas Jesús, dándoles una mirada, les dijo; «Esto para los hombres es imposible pero para Dios todas las cosas son posibles.» (Mateo, 19, 23-26.)

La parábola que les puso Jesús del rico Epulón condenado al infierno, es una confirmación de la sentencia que pronunció contra los ricos que ponen su corazón y su gozo en las riquezas. Y es porque, aunque las riquezas en sí no sean ni buenas ni malas, de hecho, dan una gran facilidad para la soberbia, para los placeres sensuales y para toda suerte de pecados.

Es el mismo Jesús quien da la razón de ello:. «Allá donde está tu tesoro, allí está tu corazón.» (Mateo, 6, 21.) Si tu deseo y afán son las riquezas, en ellas pondrás tu corazón, en contra de lo que te enseña y quiere Jesús; y ya no amarás a Dios, porque habrás entregado tu amor a las riquezas. Aunque quieras guardar el amor a Dios juntamente con el gozo de tu riqueza terrenal, no podrás, porque no es posible.

Advierte como el mismo Jesús te lo dice de un modo absoluto y terminante: «Ninguno puede servir a dos señores; porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o si se sujeta al primero, mirará con desdén al segundo. No podéis servir a Dios y a las riquezas.» (Mateo, 6, 25.) San Agustín lo explica en su comentario y dice: «Soporta a un amo duro y maligno el que sirve a las riquezas; atado por su concupiscencia, se sujeta al diablo, pero no le ama, ¿quién hay que ame al diablo?, y no obstante le soporta.» (Lib. 2, Sermo Dom. 14.)

¡Triste cosa es no amar a Dios para amar a las riquezas! Pero todavía causan otro daño horrible: las riquezas son espinas que ahogan la palabra de Dios en el corazón del hombre, y esto es una gravísima dificultad para poderse convertir.

Cuando expuso Jesús la parábola del Sembrador, dijo que algunas de las semillas cayeron «entre espinas, y las espinas creciendo juntamente con ellas, las sofocaron». Y al pedirle los discípulos que les explicase el sentido de aquella parábola, Jesús les dijo así: «La semilla es la palabra de Dios.» (Lucas, 8, 11. «El sembrador entre espinas es el que oye la palabra, más los cuidados de este siglo y el embeleso de las riquezas la sofocan, y queda infructuosa.» (Mateo, 13, 22.) 0, según San Lucas (8, 14) «Son los que la escucharon pero con los cuidados y las riquezas y delicias de la vida, al cabo la sofocan y nunca llega a dar fruto.» San Marcos se expresa de igual modo; «Son los que oyen la palabra; pero los afanes del siglo, y la ilusión de las riquezas, y los demás apetitos desordenados a que dan entrada, ahogan la palabra, y viene a quedar infructuosa.» (4, 18-19.)

Al punto se ve que los Evangelios hacen notar; 1.° que estas personas oyen la palabra de Dios; 2.°, que los engaños y seducciones de las riquezas, los placeres de la vida y las concupiscencias ahogan la palabra de Dios en el corazón del hombre; y 3.°, el efecto final que produce, es decir, inutilizarla, haciéndola quedar sin fruto.

Siendo esto así, fácilmente se comprende que para un hombre que tenga puesto su afecto y gozo en las riquezas, y en los honores, placeres y facilidades que ellas procuran, teniendo el corazón apartado de Dios y ahogada en su espíritu la palabra divina, le sea dificilísimo entrar en el reino de los cielos. En cambio, quienes lo dejaron todo para seguir a Jesús, serán más honrados en el reino de los cielos y recompensados centuplicadamente, infinitamente, por lo que dejaron por amor de Jesús, imitándole y siguiéndole.

Mira el ejemplo que Jesús te da: Él huye de la riqueza como de una maldición que pesa encima del hombre. Amonesta, aconseja, amenaza a los ricos; alaba, consuela, bendice a los pobres, y se hace el primero de todos ellos así como el modelo viviente de la pobreza evangélica. Él es cabeza y representante de todos los pobres, de tal manera que lo que se haga a uno cualquiera de ellos Jesús lo toma como hecho a su propia persona.

Si eres pobre debes alegrarte por tener que ganarte el sustento trabajando como Jesús; debes sentir el gozo de pertenecer a la clase y condición preferida por Él y pensar que Jesús te felicita te bendice y te promete el Cielo si amas como Él la pobreza evangélica.

Si abundas en riquezas, no quieras poner en ellas tu corazón, nos dice el Salmista (61, 11); sé muy generoso en hacer limosna, porque los ricos también pueden entrar en el Cielo, salvando las gravísimas dificultades que las riquezas les oponen.

Tengamos siempre presente, tanto si somos pobres como si somos ricos, que para obtener el premio de esta bienaventuranza es menester que seamos pobres de espíritu, es decir, de corazón. ¡Oh, bienaventurados! Cuanto más habremos despreciado la riqueza terrenal, más tendremos en el Reino de los Cielos.

EN EL SAGRARIO. — Por rico que sea un Sagrario, Jesús vive en él pobremente, desposeído de toda gloria visible, humildemente revestido de unas sencillas apariencias de pan, y recluido en un oscuro recogimiento. Pero por pobre y deslucido que esté un Sagrario, Jesús vive contento y amoroso en él. También acepta y agradece la riqueza, cuando devotamente se emplea con buena y piadosa voluntad a fin de procurarle la dignidad debida. Mas, ¿qué podemos darle que sea digno de Él? Un Sagrario construido con todas las riquezas reunidas que hay en el mundo, sería con todo bien pobre para albergar a un Dios que precisamente deja las riquezas para los demás y escoge para Él la pobreza. Jesús busca el Sagrario vivo de nuestro corazón, puro y santo; y aunque sea pobre en virtudes, también lo acepta y agradece, si se lo damos con amor y buena voluntad. No olvides ofrecérselo tan a menudo como puedas, con todo el amor, porque Él lo prefiere a lodo otro Sagrario por rico que sea.

EN LA PRÁCTICA. — Jamás hubiéramos podido sospechar la verdadera doctrina sobre las riquezas de la presente vida, ni tampoco hubiéramos amado la pobreza, si Jesús no nos la hubiese enseñado con sus preceptos, consejos y ejemplos. Él nos dice claramente lo que debemos hacer.

«NO QUERÁIS AMONTONAR TESOROS PARA VOSOTROS EN LA TIERRA, donde el orín y la polilla los consumen; y donde los ladrones los desentierran y roban. ATESORAD MÁS BIEN VOSOTROS TESOROS EN EL CIELO, donde no hay orín ni polilla que los consuma, ni tampoco ladrones que los desentierren y roben.» (Mateo, 6, 19-20.) Esto es decirnos sencilla pero terminantemente: «No queráis ser ricos.»

Y con todo, ¡cuántos y cuántos, por no decir todos en general, desean ardientemente poseer riquezas, las buscan con afán, las aman y conservan a pesar de los muchos desvelos y preocupaciones que les cuestan! ¿Cómo puede explicarse este modo de proceder tan enteramente contrario al de Jesús? ¿Acaso ignora Jesús el verdadero valor de la riqueza? ¿Por ventura exagera? La respuesta la hallaremos siempre en esta suerte de maldición y veneno diabólico que lleva en sí el afecto a la riqueza y que inutiliza en el corazón del hombre la misma palabra de Dios.

Jesús nos quiere del todo desprendidos de este maligno afán de abundancia, opulencia y bienestar, que no es necesario en modo alguno para vivir bien y modestamente, y que tanto daña a nuestra alma. Él quiere incluso que, hasta en lo necesario para la vida ordinaria, no tengamos ningún afán o ansiedad, y confiemos tranquilos y seguros en la Providencia del Padre celestial. Porque si ponemos un excesivo afán en lo necesario, con la excusa de prevenir para el mañana, caeremos en el frenesí de atesorar, y pondremos nuestra confianza en las riquezas en vez de ponerla toda en Dios. ¡Como si la riqueza fuese algo más seguro que la Providencia divina! ¡Qué locura! ¿Por ventura los bienes materiales de las riquezas están por encima del poder de Dios, para que nos puedan dar aquello que Dios no quiere darnos? ¿Acaso no está en la mano de Dios el quitarnos, en cualquier momento que Él disponga, la riqueza, lo necesario y la vida misma? Atiende a lo que Jesús te enseña, y graba sus palabras en tu corazón.

«Por eso os digo a vosotros que no tengáis el alma inquieta por el cuidado de hallar qué comer, y cómo cubriréis vuestro cuerpo. ¡Qué!, ¿no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad las aves del cielo, cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros: y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Pues no valéis vosotros mucho más, sin comparación, que ellas? Y ¿quién de vosotros a fuerza de discursos puede añadir un codo a su estatura?

Y acerca del vestido, ¿a qué propósito inquietaros? Contemplad los lirios del campo, cómo crecen: no labran, ni tampoco hilan. Sin embargo, yo os digo que ni Salomón en medio de toda su gloria se vistió con tanto primor como uno de estos lirios. Pues si una hierba del campo, que hoy es, y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así que no vayáis diciendo, acongojados; ¿Dónde hallaremos qué comer y beber? ¿Dónde hallaremos con qué vestirnos? Todas estas cosas las buscan los gentiles; que bien sabe vuestro Padre la necesidad que de ellas tenéis. Buscad primero el reino de Dios, y su justicia; y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No andéis, pues, acongojados por el día de mañana; que el día de mañana harto cuidado traerá por sí. Bástele ya a cada día su propio afán.» (Mateo, 6, 26.)

¿Puede haber otro modo de vivir más feliz y seguro que el que nos enseña Jesús? Para vivir, necesitamos el pan que comemos:, pero Dios quiere que se lo pidamos cada día. Y esto es lo primero que olvida quien pone su afán y confianza en las riquezas.

Puedes ver, por lo tanto, que para ser pobre de espíritusegún las enseñanzas de Jesús, te conviene observar las normas evangélicas que resumimos aquí.

1ª Amar y venerar la pobreza evangélica por ser virtud enseñada, recomendada y practicada por Jesús; por ser el estado de vida escogido con absoluta y libre preferencia por el mismo Jesús; dignificado y santificado por Él, y merecedor de la bienaventuranza eterna.

2ª Temer las riquezas y el ser rico, por los gravísimos impedimentos que oponen a la salvación, y los peligros que llevan consigo de maldición y apartamiento de Dios.

3ª No poner jamás el corazón en las riquezas. No tener afán alguno por ellas ni desearlas. Y si se poseen conviene emplearlas según el querer de Dios, quien las pone en nuestras manos no para malgastarlas en lujos, refinamientos y superfluidades, sino para invertirlas en obras de misericordia y de piedad, sabiendo desprendernos de ellas en cualquier momento por verdadera caridad, y conformarnos si acaso se pierden. De este modo, si algún día Nuestro Señor que te las dio, te las tomara, no te perturbarás, sino que, por el contrario, te sentirás honrado y gozoso de que te haya dejado participar de su pobreza evangélica.

Con tales disposiciones y afectos del corazón, te mantendrás siempre pobre de espíritu y alcanzarás el premio prometido del reino de los cielos.

 

Segunda Bienaventuranza

EN EL EVANGELIO. — Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra, muy al contrario de lo que dice el mundo; «El hombre debe defender sus derechos, sea como sea, y no dejarse pisotear por nadie.» La mansedumbre o suavidad es la virtud que refrena y domina los movimientos desordenados de ira y venganza, la que reprime la inclinación que sentimos a hacernos justicia por nuestra propia mano y por la fuerza.

La palabra del texto hebreo original, traducida por mansos, encierra dos ideas; el sufrimiento, y la paciencia en el sufrir. Los mansos serán, pues, los pacíficos, los sufridos y resignados de la vida.

Los seguidores de Jesús deben renunciar al poder y la fuerza para hacer prevalecer sus derechos, y han de tener por distintivo la mansedumbre y suavidad, que jamás recurre a la violencia, antes al contrario, persigue su fin y lo consigue por medio de la humilde paciencia. La ira hace cometer atropellos y crímenes en abundancia, porque ciega a la razón; y además nunca deja nada bien resuelto y solucionado, porque lleva siempre tras suyo la semilla del odio y del rencor.

El buen Jesús mostró, sobre todo, su divina suavidad y mansedumbre en la Pasión; unas veces callando, otra contestando, pero jamás con arrogancia, sino con una dignísima mansedumbre, sinceridad y dulzura.

Con su ejemplo nos enseña que la mansedumbre cristiana no es falta de carácter y de personalidad, antes hay en ella una gran majestad, una real y verdadera superioridad espiritual, un dominio extraordinario de la voluntad, una manifiesta prueba de bondad, de paciencia, de sumisión y humildad; y eso, no sólo nos gana la voluntad de los hombres, sino hasta el Corazón del mismo Dios.

EN EL SAGRARIO. — Jesús nos recomendó que imitásemos su dulce y suave bondad y humildad de corazón. Y en el Sagrario persevera en esta misma actitud y disposición de espíritu; no está en el para juzgar ni castigar, ni para reclamar sus derechos por la fuerza. Está para ayudarnos, haciéndose Él mismo el alimento de nuestras almas, a fin de purificarnos de las faltas cotidianas. En vez de reñirnos y castigarnos, nos perdona y borra nuestras faltas, y nos mueve con su gracia a amarle más y más. ¡Es siempre el mismo buen Jesús, manso y humilde de Corazón!

Pídele al buen Jesús sacramentado, a Él que fue el Cordero llevado al sacrificio mansamente y sin balar, que te haga merecedor de esta Bienaventuranza: Jesús mío, Vos que sois tan dulce y bueno para conmigo, haced que yo lo sea también para con los demás.

EN LA PRÁCTICA. — Sé bueno y humilde de corazóncomo Él, te dice el buen Jesús. Lo dice para tu propio bien, pero además Él te quedará agradecido si lo eres. Si te es preciso alguno vez amonestar o contestar, hazlo con dulzura y mansedumbre, como Jesús cuando recibió la inicua bofetada en casa de Caifas. Si estás enfadado, más te vale callar, porque la indignación ofusca al alma y la priva de ver lo que es justo y lo que no lo es. San Francisco de Sales decía que nunca se había enfadado sin tener que arrepentirse de ello después. Haz, como él, un pacto con tu lengua, de no hablar nunca mientras tengas el ánimo alterado.

Jesús enseñó e impuso la mansedumbre en grado eminente a sus apóstoles y discípulos; y con el fin de prevenirlos, les dijo que los enviaba como ovejas en medio de lobos. La comparación no puede ser más gráfica y entendedora. Si un solo lobo que entre en un rebaño de ovejas ya lo dispersa y destroza, ¿en qué peligros no se encontrará una oveja o un cordero en medio de lobos? No tiene ligereza para huir ni fuerza para resistir: debe sucumbir sin remisión.

Si Jesús por nuestro amor se hizo el Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo, ¡cómo no hemos de querer nosotros, pecadores culpables, hacernos corderos por amor de Jesús nuestro Salvador!

Guardando la debida proporción, todos nosotros somos semejantes a los Apóstoles: como corderos en medio de lobos. Por tanto, debemos conducirnos siempre como ovejas, y no contestar jamás con la violencia a los lobos perseguidores, porque, como dice San Juan Crisóstomo: «Mientras tengamos la mansedumbre de la oveja, siempre venceremos, por más que tengamos millares de lobos alrededor nuestro. Pero si mordemos a los que nos muerden, la victoria será de nuestros enemigos, porque ya no tendremos a favor nuestro el auxilio de Dios, que quiere apacentar ovejas y no lobos.»

Si queremos permanecer bajo la guarda y protección del Buen Pastor, hemos de ser mansos y humildes corderos que, sufriendo, venzamos; muriendo, vivamos; humillados, reinemos triunfantes tal como triunfó el buen Jesús del infierno entero y de todos sus enemigos muriendo ignominiosamente en una cruz. Ésta es la gloria del Señor y de los suyos: triunfar de la muerte por la misma muerte soportada humilde y mansamente. ¡Bienaventurados los mansos!

 

Tercera Bienaventuranza

EN EL EVANGELIO. — Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados, dijo Jesús, en contra del mundo que tiene por «dichosos los que se divierten y ríen». No son merecedores de esta bienaventuranza los que lloran porque carecen de las riquezas y placeres de este mundo. Esta bienaventuranza va directamente para aquellos que no quieren lanzarse locamente, como el mundo hace, a los placeres y vanas alegrías de esta tierra y que tiene por único fin de esta vida el satisfacerse de goces y diversiones. Para estos mundanos dijo Jesús: «¡Ay de vosotros, los que ahora reís!, porque gemiréis y lloraréis

Las lágrimas que se hacen acreedoras de los consuelos de Jesús son las que se vierten por alguna causa justa y razonable. Jesús consoló a la viuda de Naím y a Jairo, resucitando el hijo a la primera y la hija al segundo; consoló asimismo a Marta y María, resucitando a su hermano Lázaro; a la Cananea, curándole la hija; a la Hemorroísa, la enfermedad que padecía; a María Magdalena, perdonándole sus pecados. Cuanto más noble y santa es la causa por que se llora, más merecedora de consuelo es el alma afligida. Por la misma razón, llorar por los sufrimientos de Jesús en su Pasión, o por nuestros pecados que fueron causa de ellos, y por todas las injurias que se hacen a Dios o por el deseo del Cielo en tanto que se sufre pacientemente este destierro, son las tristezas que mayor premio y consuelo tendrán en la otra vida. Esta bienaventuranza nos hace volver la vista y el corazón al cielo, con la esperanza cierta de la eterna gloria.

EN EL SAGRARIO. — Allí nos espera Jesús todos los días para darnos el consuelo que nos pueda hacer falta, aunque fuese, como a la mujer adúltera, para librarnos de una sentencia y condenación a muerte. Con mayor gozo todavía nos consolará con el perdón, si como la Magdalena, vamos allí a llorar nuestros pecados. Y lo mismo en cualquier infortunio que nos aflija en este valle de lágrimas, Jesús nos da siempre el consuelo y fortaleza necesarios para soportarlo y sobreponernos. ¡Cuán dulce es sentir en el fondo del alma que Jesús nos dice, como a la viuda de Naím: ¡No llores! Todo eso que tanto deseas, lo tendrás con toda seguridad conmigo en el Cielo, por toda la eternidad. Jesús en el Sacramento eucarístico, por la Comunión, se nos da como prenda de nuestra resurrección y de la gloria que quiere darnos en premio de la gloria que quiere darnos en premio de nuestro sufrir en la presente vida.

EN LA PRACTICA. — Jamás dejes seducirte por el mundo; toma la vida en serio. «La tristeza según Dios, nos dice San Pablo, obra la salvación. La tristeza según el mundo, causa la muerte.» La tristeza según Dios, es producida por el amor de Dios. En este mundo no hemos venido a reír ni a divertirnos. ¡Ay de aquellos que lo toman así! Hemos venido a ganarnos el Cielo con nuestro trabajo de cada día, con las penas y dificultades de la vida llevadas con paciencia y resignación, pero sirviendo y amando a Dios, cumpliendo nuestros deberes espirituales, familiares y sociales con santa alegría y paz de corazón. Conviene aprovechar el tiempo brevísimo de esta vida que se nos escapa a cada momento que pasa; y la muerte nos sorprenderá como un ladrón, cuando menos la esperemos, como dice el Evangelio. Estamos en el mundo como peregrinos, de paso hacia la Patria celestial; es natural, pues, que sintamos la pena propia de los desterrados. Si Jesús no nos acompañara con su ejemplo, con su gracia y sus consuelos, nuestra vida sería durísima; pero con Jesús sacramentado se hace bien soportable, con la esperanza cierta, además, de la gloria inmensa que nos hace ganar.

 

Cuarta Bienaventuranza

EN EL EVANGELIO. — Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos, dijo el Divino Maestro contra el mundo, que tiene horror a la perfección cristiana. La palabra justicia, en la Biblia, significa casi siempre santidad, virtud, perfección, y por esto Jesús llama bienaventurados a los que tienen hambre y sed de ella. El mundo cree que van equivocados, porque llevan una vida piadosa y de austeridad cristiana; y así él proclama todo lo contrario, diciendo que «el hombre debe darse buena vida», entendiéndola en el sentido más bajo y material. Los que Jesús llama bienaventurados, verán plenamente satisfechos sus deseos en el Cielo; en tanto que los malvados sufrirán horriblemente de hambre y sed eternamente. ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados!, porque padeceréis hambre, dijo Jesús a los que dan satisfacción a sus pasiones carnales. Esta bienaventuranza declara muy alto que las preocupaciones y tendencias del mundo, siempre dirigidas a las cosas terrenales y de los sentidos, deben ser dominadas y superadas con el deseo y la busca de los bienes sobrenaturales del alma y del Cielo. Por la misma razón no cesa el buen Jesús de predicar a todos, que hay que buscar primero el Reino de Dios y su justicia, que es nuestra santificación, y todo lo demás se nos dará por añadidura.

EN EL SAGRARIO. — Jesús ha querido quedarse entre nosotros para comunicarnos su santidad por medio de Él mismo, que es la Fuente de la vida de amor que nos santifica, y a todos dice; «Quien tenga sed, venga a Mí y beba.» Siempre le hallaremos dispuesto; todos los días le podremos recibir y satisfacer nuestro deseo de santificación y de perfeccionamiento en la virtud; y ciertamente no podemos aspirar a otra santidad mayor que la de unirnos al Santo de los santos. Comulga con la mayor frecuencia que te sea posible; y cuando no puedas hacerlo sacramentalmente, hazlo por lo menos espiritualmente. No te canses jamás de pedirle cada día en la Comunión y en tu visita al Santísimo; «Dios mío, Vos sois omnipotente; hacedme santo.» (Indiligencia de quinientos días. E. I. 15.)

EN LA PRÁCTICA. — El hombre justo es el que ajustasiempre su voluntad a la voluntad de Dios. Para perfeccionarnos en virtud y santidad, basta con ajustar nuestra conducta al querer divino cumpliendo con toda conciencia los propios deberes de cristiano, familiares y sociales. Al decir Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», se dirigía a toda condición de personas. Para ser santo, se necesita solamente vivir en gracia de Dios; pero conviene perfeccionar este primer grado de santidad, procurando evitar toda clase de pecado, incluso el venial, así como todo afecto desordenado, a fin de amar a Dios con toda el alma, y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Esta perfección del amor a Dios y al prójimo (hasta a los mismos enemigos) es la que Dios quiere de todos y cada uno de los hombres.

Pero conviene, para merecer esta bienaventuranza, que el deseo de la justicia o santidad sea vivo, ardiente, activo; debe animar nuestra vida entera; pensamientos, afectos y obras. Así se cumplen con perfección todas las obligaciones del propio estado, y el trato con el prójimo a conciencia, con honradez. En algunos Catecismos, a los que tienen hambre y sed de justicia, se les define así: son los que tienen afán de cumplir bien todos sus deberes. En una palabra, es obrar con rectitud, constantemente, inflexiblemente por espíritu sobrenatural para agradar a Dios, cumpliendo amorosamente su voluntad y salvar el alma.

 

Quinta Bienaventuranza

EN EL EVANGELIO. — Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia, predicó Jesús contra el mundo que, ante su propia conveniencia, no tiene compasión alguna para con el prójimo, y dice: «Procura para ti, y los demás que sufran.» La misericordia es un atributo de Dios, propio de su inmenso Amor hacia los hombres, llenos de pecados y miseria. Dios es el Padre de las misericordias: Los caminos de Dios son todos de verdad y misericordia. (Salmo XXIV.) Por eso dijo Jesús: Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados, dad y se os dará. ¡Qué consuelo nos procura la palabra sagrada, siempre tan perdonadora! ¡Ay de aquellos que no perdonan! Tampoco serán perdonados. Un juicio sin misericordia le espera a quien no tuvo misericordia —dice San Jaime—, pero la misericordia sobrepasa al rigor del juicio. Dichosos, pues, los que hayan sido misericordiosos, porque hallarán misericordia.

EN EL SAGRARIO. — La santa Iglesia Católica es, de hecho, la gran institución de la misericordia de Dios para con los males temporales y espirituales de la humanidad. En el Sacramento de la Penitencia, por medio del Sacerdote —su representante auténtico—, investido del poder de Jesucristo, perdona los pecados de todos los pecadores con la misma misericordia divina que le ha sido confiada.

Pero en el Sagrario está el mismo Jesús en persona, verdaderamente, realmente, aquella palabra que un día dirigió a los fariseos: «No son los que están sanos, sino los enfermos, los que necesitan de médico. Id, pues, a aprender lo que significa esto: Prefiero la misericordia al sacrificio; porque no es a los justos, sino a los pecadores, a quienes he venido a llamar a penitencia.» Jesús en el Sagrario prosigue ejerciendo su oficio de Redentor, infinitamente misericordioso, para que el fruto de su Sacrificio Santo llegue con mayor abundancia a todas las almas, por pobres y miserables que sean. ¿Qué excusa puedo yo dar para no acercarme a Jesús en la Confesión y, sobre todo, para no acercarme a Jesús Sacramentado?

EN LA PRÁCTICA. — ¿Quiénes merecen esta bienaventuranza? Los que practican las obras de misericordia con sus hermanos. Las corporales: dar de comer al que tiene hambre, bebida al que tiene sed, visitar enfermos y presos, redimir cautivos, y otras semejantes. Las espirituales: enseñar al ignorante, dar buen consejo al que lo ha de menester, corregir al que va errado, consolar al triste y desconsolado, sufrir con paciencia las flaquezas y molestias del prójimo, rogar a Dios por los vivos y por los muertos. ¡Hay tantas maneras de practicar la misericordia! ¡Y son tantas las ocasiones que se nos ofrecen cada día, sin movernos de casa o del trabajo!

Pero lo más importante para hacernos acreedores de esta bienaventuranza es la de perdonar las injurias por amor de Dios. En este punto Jesús toma represalias: si perdono seré perdonado, pero si no perdono no habrá misericordia para mí, porque yo no la he tenido para con el prójimo.

El Divino Maestro puso una parábola expresa para enseñarnos que el Padre celestial tampoco nos perdonará si nosotros no perdonamos de corazón: no cabe ninguna simulación posible, debe ser con sinceridad de querer perdonar, aunque el sentimiento natural sea contrario.

Y nos hace decir y repetir cada día en el Padrenuestro, para que lo tengamos siempre presente y lo cumplamos: perdónanos, así como nosotros perdonamos. Nosotros mismos nos pronunciamos la sentencia o nos apropiamos la absolución: ¡Sed misericordiosos! ¡Perdonad y se os perdonará, no condenéis y no seréis condenados!

 

Sexta Bienaventuranza

EN EL EVANGELIO. — Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios, dijo el Divino Maestro. La pureza de corazón que se hace merecedora de dicha bienaventuranza implica un alma limpia de pecado, particularmente del carnal. Pero, además de la pureza de sentidos, de pensamientos y de afectos, incluye aquella sencillez y rectitud de espíritu que va derechamente a Dios con sinceridad, sin segundas intenciones ni artificios ni complicaciones. Esta bienaventurada pureza consiste en suprimir cada vez más el buscarse a sí mismo, a fin de unirse totalmente a Dios; de ahí le vienen su esplendor, su mérito y su bienaventuranza.

La gente mundana dice que basta con «guardar las apariencias» y que privadamente cada cual puede pensar y obrar como quiera y más le agrade. No quiere oír la amenaza de Jesús a los escribas y fariseos, que eran muy escrupulosos en practicar las abluciones y purificaciones exteriores, pero cuyo corazón estaba lleno de suciedad por el orgullo, la avaricia, la lujuria y otras pasiones. ¡Hipócritas! son sepulcros blanqueados por fuera, pero llenos de corrupción por dentro. «Lo que sale de la boca, del corazón sale, y eso es lo que contamina al hombre —enseñó Jesús—, porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias. Estas cosas sí que manchan al hombre.» (Mateo, 15, 18-20.)

Un corazón puro y limpio de todo pecado y de todo afecto desordenado, es semejante al agua pura y transparente, a la atmósfera limpia y sin nubes, a un espejo sin defecto, en donde Dios se complace en contemplar su propia imagen divina. Los limpios de corazón verán a Dios; y aunque en este mundo tío existe la perfección absoluta, ni entra en el Cielo la menor sombra de impureza, por eso Dios, en el vestíbulo del Paraíso ha puesto el Purgatorio, en cuyo fuego de amor se consumen todas las impurezas y defectos.

EN EL SAGRARIO. — Bajo las apariencias de pan, en la Hostia consagrada, está la realidad viva de la infinita Santidad de Dios, que es la misma pureza. Aquel que quiera comulgar debe tener el alma limpia, al menos de pecado mortal, a fin de recibir a Jesús Sacramentado. Pero si quiere recibirle con mayor dignidad y amor, conviene que purifique también su corazón de todo afecto desordenado, y así, al recibir a Jesús detestando todas sus culpas y faltas, queda purificado también de todos sus pecados veniales. Aunque el cristiano siente una fuerte inclinación al pecado, si acude a la misma Fuente de la pureza infinita, que es la Eucaristía, no sólo saldrá victorioso en todas sus tentaciones, sino que nunca querrá poner afecto alguno al pecado, por pequeño que le parezca. La pureza de corazón no será perjuicio con la tentación impura por más que ataque fuertemente, mientras luchemos con valentía y no le tengamos afecto. Saldremos por el contrario más valerosos para sostener nueva lucha, y más purificados de corazón por haber afirmado una vez más nuestra fidelidad a Dios, que es nuestro único amor. La Comunión nos da luz, fortaleza y pureza para mantenernos limpios de corazón, porque según frase de la Sagrada Biblia, es el trigo de los elegidos y el vino que engendra vírgenes (Zacarías, 9, 17). Bienaventurados seremos nosotros si comulgamos a menudo, porque conservaremos el corazón puro y limpio, y de este modo veremos a Dios.

EN LA PRÁCTICA. — El premio de los limpios de corazón es ver a Dios. A pesar de que el premio de todas y cada una de las bienaventuranzas sea la Bienaventuranza eterna, únicamente se dice tal fórmula en ésta. Y es porque las almas puras y sencillas tienen un conocimiento más íntimo de las cosas sobrenaturales, tal como dijo Jesús con emoción de alegría en el Espíritu Santo: «Yo te alabo, ¡oh Padre!, Señor de cielos y tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños. Sí, ¡oh Padre!, porque tal ha sido tu beneplácito.» (Lucas, 10, 21.)

Los pequeños son puestos como prototipo de las almas sencillas y limpias de corazón. La inocencia y humilde sencillez de los pequeños es tan amable a los ojos de Dios, que el mismo Jesús la puso como modelo de santidad a sus discípulos cuando le preguntaron sobre quién era el más grande en el reino de los cielos. «Llamando Jesús a un niño, le colocó en medio de ellos, y dijo: En verdad os digo que, si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, y entraréis en el reino de los cielos. Cualquiera, pues, que se humillare como este niño, ése será el mayor en el reino de los cielos. Y el que acogiere a un niño como éste, en nombre mío, a Mí me acoge.» (Mateo, 18, 2-5.) ¡A tal punto de honor y gloria pone Jesús a los limpios de corazón!

El gran Doctor de la Iglesia San Agustín, comenta dicha bienaventuranza con estas palabras: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. ¡Cuán necios son, pues, aquellos que quieren ver a Dios con los ojos exteriores, siendo así que hay que verlo con el corazón, tal como está expresado en otro lugar: «Buscad a Dios con sencillez de corazón.» Lo mismo es decir corazón puro que corazón sencillo. Del mismo modo que ¡no puede verse la luz natural si no es con los ojos limpios, tampoco puede verse a Dios si no es con el corazón limpio, con el cual sí puede verse.»

Los que buscan a Dios con sencillez y pureza de corazón, pronto le hallan; porque Dios se complace en revelárseles, dándoles mayor luz en su inteligencia. Mas aquellos que no tienen limpio el corazón, por mucha que sea su inteligencia y talento natural, no pueden tener comprensión ni visión de las cosas espirituales y sobrenaturales; y por esto son difíciles de convertir a la fe y a la gracia, cumpliéndose en ellos lo que dijo Jesús: «En verdad os digo: quien no reciba el reino de Dios como un pequeñuelo, no entrará en él.» (Lucas, 18, 17.) ¡Bienaventurados los limpios de corazón!

 

Séptima Bienaventuranza

EN EL EVANGELIO. — Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Así lo proclamó Jesús, viniendo a este mundo para restablecer la paz entre Dios y los hombres que el pecado original había roto. Por eso son bienaventurados los que, a ejemplo de Jesús, predican, procuran y practican la paz. Y de tal suerte la procuran, que no consienten jamás en faltar a la caridad con el prójimo, sufriendo sus defectos y hasta sus injurias como también su ingratitud, y devuelven en paga bien por mal. El mundo, con un espíritu totalmente opuesto, sostiene que el «hombre no debe tolerar ninguna ofensa, y ha de mantener su dignidad y su honor», hasta el extremo de querer repararlo ni que sea con la sangre del injuriador. Los homicidas, aunque lo sean sólo de corazón, llenos de odio y venganza, no entrarán en el Reino de los Cielos. Los pacíficos, por el contrario, saben perdonar los ultrajes, las injusticias, los insultos; saben abajar su orgullo y amor propio, hacen callar su resentimiento natural, disimulan su disgusto, con el designio y la esperanza de evitar la desunión o de restablecer la paz. Siembran la paz a su alrededor y procuran igualmente que la paz reine también entre los demás. Bien demuestran que son hijos de Dios, que es Dios de paz. ¡Bienaventurados ellos!

EN EL SAGRARIO. — Jesús, en las profecías referentes al Mesías, lleva a menudo los nombres de Autor, Príncipe de la paz, Pacificador. Y así es como se presentó al mundo: con un Corazón incomparablemente pacífico. Nadie le oyó jamás pronunciar una sola queja; ni las contradicciones, ni las injurias, ni las persecuciones, ni la misma sentencia y muerte de cruz pudieron vencerle ni hacerle perder la paz inalterable que reinaba en su Corazón. En el Sagrario, sus sentimientos no han cambiado; por eso, ni la ingratitud con que ordinariamente se le corresponde, ni las injurias, blasfemias, sacrilegios y devastaciones de sus templos y Sagrarios, no han sido capaces de provocar los rayos de su ira ni el rigor de su justicia, antes, por el contrario, está continuamente esperando la conversión de los pecadores, dando paz a los justos, consolando a los afligidos y fortaleciendo a los flacos. ¿Por qué no acudes con mayor frecuencia al Príncipe de la paz, en su Sagrario? ¿Temes acaso el juicio divino por tus ofensas y pecados? Jesús es el único que, aplicándote sus propios méritos, puede ponerte en paz con Dios. ¿Experimentas la guerra dentro de ti mismo? Él te dará valor y fuerzas para dominar y sujetar tus pasiones, que son la causa de que pierdas la paz. ¿No sabes conformarte con el prójimo cuando te molesta y apena con su modo de ser, hacer y de hablar? El buen Jesús te dará a entender, desde el Sagrario, sus ejemplos y enseñanzas evangélicas, y te dará luz y gracia para tener paz con todos. Acude a Jesús: Él te mostrará y otorgará la bienaventurada paz, y serás un santo hijo de Dios.

EN LA PRACTICA. — La paz interior, que es la paz con nosotros mismos, consiste en dirigir y subordinar todos nuestros esfuerzos a un solo fin, que es Dios; en perseverar y descansar en esta inclinación, sin obstáculo alguno, ni de dentro ni de fuera. La paz exterior, es decir, la paz con el prójimo, consiste en poner de acuerdo nuestra voluntad con la suya, mientras no haya nada opuesto a la voluntad de Dios, o sea, que no incluya ninguna falta o desorden, daño o perjuicio de nadie. Tanto una como otra son fruto de la Caridad; porque con la caridad hacia Dios, le amamos sobre todas las cosas, y a Él supeditamos todos nuestros esfuerzos y le dirigimos todas nuestras aspiraciones. Por la caridad con nuestro prójimo, le amamos como a nosotros mismos, y por consiguiente su voluntad como la propia, y procuramos poner de acuerdo ambas voluntades. La perfección de esta Bienaventuranza consiste no sólo en mantener la paz dentro de nosotros, sino además en procurar establecerla en el corazón del prójimo, es decir, siendo pacificadores, de un lado entre Dios y los hombres, y de otro entre nuestros hermanos.

Este amor a la paz es uno de los caracteres del amor de Dios, que nos hace semejantes a Él. Por este amor somos imitadores de Jesucristo, el cual vino para darnos esta paz que el mundo no puede dar. Es uno de los primeros frutos del Espíritu Santo y una señal de su presencia en nuestras almas. Dicha paz nos da un parecido con todo lo divino: nos hace hijos de Dios, estableciendo el Reino de Dios en nosotros. Todo aquello que no da paz, no viene de Dios; el demonio podrá disfrazarse de ángel de luz a fin de engañarnos, pero jamás podrá tener ni la apariencia de paz. Todo cuanto es discordia para con Dios o para con los hombres, la perturbación y la guerra, son propios de Satanás y del paganismo, que es su reino en este mundo. Trabajar para la paz es obra santa y divina, es el mayor bien que podemos hacer al prójimo, bendición plena, prenda de felicidad en el tiempo y en la eternidad; es asimismo para nosotros la verdadera santidad, pues es la misma caridad que extiende el Reino de Dios en este mundo.

 

Octava Bienaventuranza

EN EL EVANGELIO. — Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. El buen Jesús, con la palabra persecución, incluye toda suerte de disposición hostil, ya sea en los sentimientos, en las palabras o en las obras, como dice Él mismo: «cuando los hombres os aborrecieren» «Luc. VI, 22), que son los sentimientos; «cuando os maldijeren y os persiguieren y dijeren con mentira todo mal contra vosotros por mi causa» (Mat. V, 11), que son las palabras; «os insultarán y rechazarán vuestro nombre como abominable por causa del Hijo del hombre» (Luc. VI, 22), que son los actos; «gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos: porque también persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros» (Mat. V, 12).

Para merecer el fruto de esta Bienaventuranza, la hostilidad ha de ser injusta por parte de los perseguidores, y no merecida por parte de los servidores de Cristo. Es menester que vaya dirigida contra los discípulos del Salvador por causa de la justicia, de la virtud cristiana, de la fe que practican o defienden, por causa del nombre de Jesús. Ser perseguidos por un motivo natural, y menos todavía por una falta, no da derecho alguno a esta Bienaventuranza.

Ya sabemos de antemano que, si Jesús ha sido perseguido, lo seremos nosotros también, porque somos discípulos y seguidores suyos. ¡Bienaventurados nosotros! Hagámonos dignos de ello y regocijémonos, porque nuestro premio será grande, será el mismo Cielo. No creamos que Jesús se refiera solamente a o las grandes persecuciones generales contra los cristianos de que nos habla la historia, y que todavía sufren hoy tantos países por parte de aquellos que se han declarado, tan estúpida como diabólicamente, «sin Dios y contra Dios». El buen Jesús nos avisa asimismo por las persecuciones individuales que habremos de padecer por parte de los pecadores y de los mundanos, los cuales se sienten afrentados sólo de ver la conducta del cristiano devoto y piadoso.

Y hasta incluso de los buenos padecemos persecución, con apariencia de celo, porque los que ponen el nivel de la virtud muy bajo, persiguen encarnizadamente a los que ponen este nivel más alto; y aquellos mismos que aceptan la doctrina de la perfección, no pueden sufrir a los que procuran realizarla con heroísmo, tratándoles de imprudentes o de soberbios, o bien procurando conspirar contra ellos a fin de que se acomoden de nuevo a la medianía de la virtud.

Las difamaciones, burlas y críticas del mundo son más fáciles de soportar que las persecuciones que provienen de los nuestros, porque éstas se nos clavan más derecho al corazón. Fueron los que pasaban por espirituales en su tiempo, los que hirieron de muerte la honra de nuestro Señor Jesucristo.

EN EL SAGRARIO. — El buen Jesús, después de haber sido perseguido personalmente en su vida terrena, continúa siendo perseguido a través de los siglos en los miembros de su Cuerpo Místico, que son los cristianos.

Es para ayudarnos en todo momento, para fortalecernos y consolarnos, que ha querido quedarse en el Sagrario, viviendo en compañía nuestra, día y noche; y así, ha vuelto a exponerse a las persecuciones personalmente sacramentado. ¡A tal colmo llega el amor que nos tiene!

Y no tanto mira a su personal persecución como a la nuestra; Él, en los tiempos de persecución, menos que nunca piensa abandonarnos. ¿Por qué, pues, no acudes a Él con mayor frecuencia? ¿Por qué no vas más a menudo a reconfortarte junto tal Sagrario, a recibir a Jesús Sacramentado, a hablarle íntimamente de corazón a corazón, y te sentirías más consolado, con mayor luz en tu entendimiento y más fuego en el corazón, para sostener valerosamente todas las persecuciones grandes o pequeñas, generales o particulares, que nunca te han de faltar en este mundo si quieres vivir como verdadero discípulo de Jesucristo? Jamás te ha de saber mal el padecer persecución por Jesucristo, porque ésta es tu mayor gloria y felicidad; antes debes alegrarte, corno te dice el buen Jesús, porque tu recompensa será grande en los cielos.

EN LA PRACTICA. — Todos cuantos quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecución, nos dice San Pablo (2.a Tim. III, 11). No dudes, pues, que en una u otra forma, la habrás de padecer. Pero conviene que sepas cómo debes conducirte para llevarla debidamente. No tenemos obligación ni necesidad alguna de buscar la persecución, como tampoco de exponernos a ella; Jesús mismo nos aconseja que si somos perseguidos en una ciudad, huyamos a otra. Él mismo, después del sermón del Pan de vida, se quedó en Galilea y no quiso ir a Judea porque los judíos le buscaban para matarle. Eso no quita la obligación que tenemos, al menos, de sufrir la persecución y soportarla, sin sustraernos a ella cuando no pueda hacerse sin faltar a un deber.

Además, cualquiera que sea la forma de persecución debes sufrirla con paciencia, sin odio ni rencor, sin ningún deseo de venganza contra los perseguidores, sin revolverte contra Dios que la permite; antes soportarla con espíritu de fe y con humildad.

Conviene también que procuremos sufrir la persecución con gozo y alegría, como un grande honor. El buen Jesús lo dice claramente al proclamar esta Bienaventuranza. Es cierto que cuesta a la naturaleza, pero tampoco nos falta en cada caso la gracia de Dios; y así ocurre que, aunque la parte inferior recibe el dolor, tristeza, angustia y humillación de Ja persecución, la parte superior del espíritu puede sentir, y ordinariamente lo siente, el gozo sobrenatural de participar de la Bienaventuranza, y de seguir a Jesucristo con mayor y más íntima abnegación. Tengamos siempre presente lo que San Pedro nos dice (Carta 1.a, cap. IV, v. 13): «A medida que participéis de los sufrimientos de Cristo, alegraos, para que en la manifestación de su gloria os alegréis también, llenos de gozo.»

Finalmente, conviene que padezcamos la persecución con constancia, porque de otro modo todos los padecimientos y los más nobles sentimientos quedarían inútiles y no nos llevarían al fin. Solamente la perseverancia será coronada. Por larga y violenta que sea la persecución, no puede compararse con la gloria y gozo eterno que nos hace merecer. Sobre esto, San Pedro nos da un aviso que conviene recordar: «Si sois injuriados por causa del nombre de Cristo, venturosos seréis; porque lo que encierra de honor, de gloria y de poder de Dios, así como su Espíritu, en vosotros reposa» (Carta 1.a, cap. IV, v. 14.) «Si alguno sufre como cristiano, que no se avergüence por ello, antes glorifique a Dios con este nombre» (Ibíd., v. 16.) Toda esa gloria y honor que el perseguido lleva escondida en su alma, resplandecerá con luz incomparable, para siempre, en el Cielo. ¡Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia!

 

 

FLORILEGIO ESPIRITUAL

 

La pobreza necesaria. Un texto de máxima autoridad

Los bienes de este mundo pueden constituir una fuerte tentación de cambiar el orden moral, no sólo con terribles alteraciones externas, sino, con más frecuencia, insinuando la fatal ilusión de que las cosas de este mundo son el fin último y supremo de la actividad humana, que son su paraíso, su felicidad. De espejo de lo divino las cosas temporales se transforman en instrumento de ceguera, de esclavitud, de escala ascendente en escala descendente.

Por eso el cristiano escucha todavía como válida y como soberana la palabra de Cristo que hace de la pobreza la primera de las bienaventuranzas del reino de los cielos.

La pobreza es una defensa que inmuniza al hombre contra las ilusiones posibles de las cosas de este mundo.

Con lodo parece absurdo hacer hoy el elogio de la pobreza. La riqueza ha adquirido tal importancia que la alabanza, e incluso la simple tolerancia de la pobreza, aparece como un contrasentido.

Es necesario, pues, explicar cuál es la pobreza sobre la que está fundado el espíritu religioso del cristianismo. ¿Se trata de la pobreza económica? Sí, se traía de ella, pero con dos advertencias: el Señor no nos impone la miseria, es decir, la privación de las cosas necesarias a la vida. Nos enseña a pedir al Padre celestial el pan que necesitamos; Él mismo lo ha multiplicado para saciar a la multitud que le había seguido; Él mismo ha recomendado la limosna, que es un remedio de la indigencia, y ha reconocido en la actividad que tiende a la recompensa y la ganancia, la ley de la vida presente; Él mismo ha sido «el hijo del carpintero». Otra advertencia: la pobreza económica no es presentada en el Evangelio como un bien en sí misma, sino como el reflejo de otra pobreza, indispensable ésta para el cristiano: la pobreza de espíritu.

¿Qué es el espíritu de pobreza? Preguntémoslo a los santos y a los doctores de la Iglesia que han hablado tanto de ella. Nos limitaremos a recordar una frase de San Ambrosio, que ve en el espíritu de pobreza un espíritu de humildad.

El Evangelio habla, en efecto, de un estado de alma, de una pobreza ascética, sin establecer una relación necesaria con la condición económica del cristiano: un indigente que ponga sus aspiraciones supremas y su confianza total en los bienes económicos puede estar privado de la pobreza cristiana; un rico que no hace de los bienes económicos el objeto de su orgullo, de su egoísmo, el fin de su vida, puede poseer la pobreza cristiana. Por eso es posible comprender que se pueda hablar a todos de esta pobreza que se sitúa al nivel del corazón, independientemente de las condiciones económicas y sociales, aunque éstas puedan ser notablemente modificadas por esta virtud interior.

La pobreza evangélica es, en efecto, la conciencia de la insuficiencia humana y de la necesidad de Dios que de ella se deriva, es la negación de la primacía de la economía y de los bienes temporales para satisfacer el corazón del hombre; es la renuncia de buscar en este mundo el fin de nuestro destino y la salvación de nuestros males profundos y fatales, como el pecado y la muerte; es la prudencia que nos previene contra la ilusión de la fiebre de oro y de poder, y que nos enseña que la bondad, el amor, la caridad, la paz, la grandeza moral no se logran con el dinero y la riqueza; es la paciencia digna y laboriosa en la penuria de recursos económicos y en las condiciones sociales modestas; es la condición para orar, para trabajar bien, para esperar, para dar y para amar, porque enseña a confiarse en la Providencia, a conocer el valor de las cosas y de los bienes morales. Es una liberación del espíritu que, descargado de la sujeción de los bienes inferiores, puede obrar y amar espiritualmente.

Por eso tenemos que tomar en serio la pobreza cristiana y no mirarla como anacrónica para nosotros, modernos, o absurda para los que son expertos en cuestiones de sociología y economía. Y tanto más debemos conocer y practicar la pobreza cristiana hoy, cuanto, por abundancia de bienes temporales, estamos más tentados de su olvido o dificultades de practicarla.

Sin esta virtud interior no podemos salvarnos; la palabra de Cristo a este respecto es de una severidad impresionante: «Os digo que más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos.»

Tenemos que buscar la razón por la cual Cristo se muestra tan severo y tan amargo ante la riqueza: es a causa de la facilidad y fuerza con las que la riqueza turba el espíritu del que la anhela o la posee, llevándole a pensar primero que es un bien indispensable, después que es el único bien que satisface todas las necesidades, da toda la seguridad, contenta todos los deseos, confiere todo poder y hace experimentar todas las posibilidades del bienestar.

En ello hay idolatría, un engaño que conduce a la esclavitud; la riqueza debe su valor al servicio que proporciona al hombre, pero si el hombre no la trata con un corazón fuerte y libre, es decir, con espíritu de pobreza, se hace su esclavo. Domina su pensamiento y su corazón, oscurece la verdadera visión de la vida y del orden, corrompe los sentimientos del alma y envenena las relaciones con el prójimo, abruma bajo el peso de inmensas preocupaciones, extingue toda aspiración hacia los bienes superiores que son nuestro verdadero destino, reduce la vida moral al nivel de la mediocridad de las cosas en venta o del egoísmo personal, llena de vano orgullo V vacía el alma de toda prudente humildad, debilita la voluntad y la arrastra fácilmente a la ociosidad, al hastío y al vicio, conduce al endurecimiento del corazón y al olvido de la alegría de dar sin recibir. Pues, para concluir, impide amar, cuando el cristianismo es amor; impide orar, cuando el cristianismo es comunión con Dios.

CARDENAL J. B. MONTINI.

(De la Pastoral de Cuaresma de 1963.)

Traducción de “Vida Oratoriana”

 

1 La presente Instrucción es casi en su totalidad una adaptación de Lecciones sacras sobre los Santos Evangelios, por el P. A lfonso Torres, S. J. Yol. IV.

2 (H. Leroy, S. I., Jésus-Christ: sa vie, son temps Année 1898, p. 168.)

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