Misterio y Luz del proceso místico

La imagen y semejanza que de Si imprimió Dios en las almas las asocia a un mundo de luz y de misterio, imprescindible para ser fieles a su vocación.

MISTERIO Y LUZ
DEL PROCESO MÍSTICO

María Dolores Raich Ullán

EDITORIAL BALMES

 

A todos los ungidos y vírgenes del Señor, y a cuantos viven la tortura de Su ausencia.

 

INTRODUCCIÓN

Mucho se ha hablado y se hablará de la mística, de ese estado superlativo de atención amorosa a Dios, en frase de San Juan de la Cruz y de todos los grandes contemplativos. Mas lo cierto es que su sola mención produce una especie de receloso malestar, como si en ella se dieran cita todos los extremos de la vida espiritual, reducida por muchos a una práctica fría y rutinaria, al abrigo de las temidas desviaciones que, desgraciadamente, desvirtuaron en su día casi todo el programa del misticismo. Y, sin embargo, después de tantear otros caminos y ensayar nuevos métodos, las almas espirituales han experimentado tal indigencia que al presente vense precisadas a volver sobre sus pasos y someter a revisión lo que quedó desechado en el obscuro desván de los tiempos.

En realidad, tras los excesos cometidos por la imprudencia humana en el terreno de la mística, esa suprema forma de entrega a Dios quedó cual petrificada en unas almas-tipos —las almas excepcionales de los santos contemplativos— objeto, al parecer, de una particularísima dilección divina que les permitió llegar a la meta de lo sobrenatural sin menoscabo de su integridad psíquica y mental. Los demás —los extremistas fracasados— fueron tenidos por la prueba fehaciente de que la contemplación o unión mística con Dios por el amor no era propia ni deseable para todos, sino para unos pocos escogidos a quienes se otorgaba ese estado mediante una gracia especial o gratuita vedada a la mayoría.

Posteriormente, en atención al creciente desmedro y declive de la vida espiritual, insignes pensadores y teólogos revisaron la teología mística o ciencia de la sabiduría secreta de Dios, y, tras exhaustivo examen, revalorizaron lo que había quedado en nada o casi nada. Lamballe en Francia y el eximio P. Arintero en España —entre otros muchos— escribieron densos tratados para estudiar el problema y facilitar su comprensión. Su ingente esfuerzo viose recompensado con un tímido resurgimiento de la mística. Pero el mal ya estaba hecho. Las tremendas exigencias, la lucha encarnizada que suponía un retorno a las vías contemplativas, arredraron a los más, quienes prefirieron ignorar los positivos resultados de aquella revisión y seguir ateniéndose al camino trillado de una espiritualidad fácil y acomodaticia.

Y así, la época actual, la época de la apostasía y del neopaganismo, ha sorprendido a la inmensa mayoría de los bautizados en plena lasitud espiritual, faltos de recursos para reaccionar y carentes de la más elemental intuición sobrenatural para discernir el trigo de la cizaña. No hay verdadera vida interior y, en consecuencia, no hay méritos ni disposición para recibir la gracia santificante, ni la luz esclarecedora de Dios. El Espíritu Santo no puede impartir sus dones —y menos perfeccionarlos en cada alma— porque la tierra está árida y pedregosa, y lo que es peor, a menudo ajena al ardor que la consume. ¡Dichosos los que aún buscan, incansables, el pozo de agua viva! ¡Cuántos no sienten ya el desasosiego de la sed! ¡Cuántos han sucumbido a la ofuscación del criterio propio!

El presente ensayo ha sido escrito para aquéllos que todavía desconfían de sí mismos y se aplican a labrar los surcos de su alma con tesón, constancia y fe en el Señor; para los que, ansiosos de hallar el Amor, no reparan en medios de buscarlo. Adrede, hemos omitido toda terminología técnica. Para eso están los monumentales trabajos de los místicos y teólogos que han estudiado y expuesto la cuestión bajo un punto de vista científico y doctrinal. Nuestro fin es mucho más modesto. Se ordena meramente a precaver a las almas de buena voluntad contra los innumerables y ocultos peligros que entraña esa pseudoespiritualidad de nuestros días, y a proponerles —salvando las distancias —una revisión consciente y minuciosa del verdadero y único camino, a ejemplo de los doctos revalorizadores de la experiencia mística.

 

 

I. EL ESTADO MISTICO

En un mundo arrogante, automatizado y apóstata como el actual, en que los focos de espiritualidad se reducen a pequeños reductos con frecuencia decadentes y desarticulados por la descristianización, parece quimérica la existencia de un solo contemplativo. Y, sin embargo, ocultas a las miradas profanas o ciegas de los hombres apartados de Dios, viven ciertas almas lea-les a Jesucristo, en las cuales el Ungido, el Salvador, halla milagrosamente un lugar donde reclinar su divina cabeza.

En efecto, el a un tiempo admirado y temido estado místico, es hoy, como nunca, un milagro de la gracia, un don precioso del Altísimo, porque ni las circunstancias, ni las mentalidades, ni la absurdidad que preside la vida contemporánea, se prestan a facilitar su aparición, ni menos su desarrollo. En general, los grandes contemplativos, aun en medio de intensa actividad humana —como una Santa Teresa de Avila, reformadora y fundadora de numerosas casas de oración— han dispuesto siempre de un mínimum de concentración y, sobre todo, de un ambiente más o menos propicio para desenvolverse espiritualmente, es decir, del suficiente recogimiento para asimilar los dones del Espíritu. Lo de menos era la vida disipada del siglo y las crisis seculares del cuerpo místico. De eso hubo, hay y habrá siempre, mientras el mundo exista. Lo esencial estriba en que, a pesar de las fuerzas negativas, aquellos grandes depositarios de la gracia divina hallaron energías suficientes en el amor para sobreponerse al ambiente y lanzar un mensaje nuevo en bien y provecho de los cristianos. Las dificultades eran tantas como hoy, porque siempre escasearon los sinceros enamorados del Salvador. Pero la savia era nueva, el empuje apremiante y el amor ilimitado. No todos los llamados a substituirles en el tiempo supieron aprovechar las enseñanzas de aquellos ardientes amadores. En su precipitación, intentaron seguir sus pasos sin tomar la suficiente reserva de amor. Prefirieron entonces volver a las vías ordinarias y encubrir su impotencia con el pretexto habitual. No, aquello no era para todos. La mayoría incurrían en excesos y desmanes sin cuento, e, impelidos por la autosugestión, caían en estados morbosos indescriptibles. No se entrevió más solución que retroceder, que practicar una cisura, como hicieron los reformistas del siglo xvi. Y, en su afán renovador, los frustrados místicos cerráronse todo acceso a la verdadera vida espiritual, perdiendo con ello su única posibilidad de allegamiento a la divinidad con miras a la unión.

Fue lamentable, tanto más cuanto la pauta dada por el Señor a través de sus grandes santos, quedó desestimada y postergada. La lectura de los místicos se redujo a una curiosidad histórica, a un deber cultural, mas nunca se orientó a la sincera búsqueda de una solución al problema de la vida espiritual. Aquel programa expuesto por los contemplativos resultaba poco menos que irrealizable para los cristianos corrientes. Y la temeridad que suponía seguirlo —siquiera a prudente distancia— solía traer consigo el castigo de un peligroso descarrío de las fuerzas afectivas y mentales.

Cierto que aquella invitación a la intimidad divina tenía mucho de espantable, porque espantable es, en verdad, la mera idea de poder —en vida mortal —allegarse a Dios hasta la unión. Así, humana y fríamente considerado, parece desatino. ¿Mas no ocurre otro tanto con toda la historia de la Redención? ¿No ha sido el propio Cristo calificado de demente, de loco de amor?

Por otra parte, tampoco faltó la petulancia de aspirar al retorno a Dios al margen de la mejor y más directa de las vías —la unitiva— para acogerse a lo estrictamente humano, excluyendo la previa purificación exigida para el simple acercamiento al Todopoderoso.

El resultado fue que Dios cerró la puerta, Dios dijo no a quienes pretendían poseerle partiendo de otros medios, inaceptables sucedáneos de los que El mismo señalara mediante la revelación de los místicos, a saber, entrega, abandono y ejercitación tenaz en el amor.

El ápice de la contemplación estriba, según San Juan de la Cruz, en la unión del alma con la substancia divina. Este sublime misterio es obra del amor divino, de la generosa efusión del Creador a la criatura, la cual queda así unida, como vinculada a El con lazos entrañables. Según eso, el estado místico representa una proyección anticipada a los goces eternos, generadora de una incipiente transfiguración del ser caído, hasta el punto de que ya el propio Santo Tomás aseveraba que por el simple hecho de ser uno contemplativo, cobraba —siquiera en ínfimo grado— una cualidad sobrehumana y angélica. Mas no olvidemos que, salvo raros momentos —fugaces instantes— la unión mística es más propiamente doliente que gozosa, porque, como miembros del cuerpo místico de Cristo y, por tanto, corredentores con El y crucificados con El, no podremos alcanzar la plenitud gloriosa hasta consumado el sacrificio, o sea hasta que, vencidos el pecado y la muerte, resucitemos a lo eterno.

En cierto modo, ante la ingente tarea propuesta por las almas que se dejaron vencer en el amor, la posición más cómoda ha sido desechar lo esencial de la doctrina mística, escudándose en el aspecto negativo, es decir, el fundamentalmente humano, de la evolución espiritual, o sea nuestra miserable aportación de mezquina ruindad. Nunca supimos reconocer lo eterno sin mancillarlo previamente. Nunca supimos amar a Cristo sin ofenderle antes. Y el proceso se repite inexorablemente: nunca supimos poner en práctica Sus enseñanzas sin tergiversarlas primero. Es la eterna prevaricación de los desleales, de los inconstantes, de los traidores. Es la eterna supuración de la herida abierta por la caída original. ¿Hasta cuándo os mostraréis paciente con nuestra perfidia, divino Redentor? ¿Hasta cuándo permitiréis, en vuestro infinito amor y condescendencia, que la malicia emponzoñe la mente enferma de vuestros redimidos? ¡Cuánto deberían amaros los que —tantas veces sólo de boca— se entregan y consagran a Vos! ¡Qué ríos de amor deberían generar para compensar —en ínfima parte— vuestra soledad, vuestro desamparo en la cruz, hecho pecado por nosotros, según expresión paulina, para librarnos de nosotros mismos, de esa latente soberbia que nos corroe y consume a cada instante! Renegaron de Vos los que, basándose en motivos humanos, perfectamente subsanables con vuestra doctrina, se apartaron del redil de Pedro— ¡son tantos los extraviados por su locura! Y renegaron también de vuestra generosidad quienes, sin valor para escrutar la verdad en los aparentes fracasos humanos, desdeñaron el camino que Vos les propusisteis para alcanzar y consumar la divina unión, a fin de que entre vuestros milites —anonadados en el amor— sólo imperase, cual nueva estrella guiadora, la luz adorable de vuestra voluntad.

 

 

II. GRADOS Y MATICES DE MISTICISMO

Es ya proverbial la discusión entre teólogos y místicos sobre si todos los bautizados son llamados a la vida contemplativa o si, por el contrario, ésta es privilegio de unos pocos escogidos, a la manera de misterioso don gratuito de Dios. Hoy parece que, gracias a los profundos estudios y análisis de santos y sabios teólogos que pasaron también por la experiencia mística, la balanza se inclina a la igualdad de posibilidades para todos los cristianos, con tal que se dé en ellos la debida predisposición para una labor eficaz del Espíritu Santo, a fin de que Este pueda infundir y perfeccionar sus dones en las almas y, de esta suerte, prepararlas al goce de la unión.

No cabe duda que —según palabras del propio Jesucristo— hay un llamamiento, una invitación general a la perfección, que corrobora el anterior aserto. Si Cristo nos llama a ser perfectos y se declara a Sí mismo Mediador para nuestro acceso al Padre —«Nadie va al Padre, sino por Mí», fueron Sus palabras— es indisputable que cabe para todos la gracia de la contemplación. El error ha sido suponer que ese estado contemplativo se produce de forma única para todos, y que sólo puede consistir, en su máxima manifestación, en la aparición de ciertos signos extraordinarios, tales como los raptos, los éxtasis y los arrobamientos. De ahí el recelo de muchos espirituales contra los procesos místicos. La dudosa naturaleza de numerosos fenómenos observados en algunos falsos contemplativos motiva el desvío de los aprensivos. Esto, unido a la aridez y a las enormes dificultades que presentan los caminos sanos de un San Juan de la Cruz o una Santa Teresa de Jesús y de todos los grandes místicos de la historia cristiana, condujo a una general repulsa de cuanto se saliere de los límites de lo ordinario. Y así, circunscritos a lo humano, sin impulso para desear lo sobrenatural, muchos se cerraron para siempre al soplo inspirador de la gracia y a un futuro espiritual más esplendente.

De hecho, en el proceso místico normal, esto es, en el progresivo acercamiento del alma a su Dios para el ulterior desposorio espiritual, acaecen una serie de fenómenos rigurosamente ordinarios en la evolución hacia la vida unitiva. Lo que ocurre es que dichos fenómenos resultan totalmente extraordinarios para quienes —por lo que fuere— los presencian desde afuera, o sea sin participación, por considerarse excluidos de esa especialísima merced.

Pero, en realidad, nada hay extraordinario en el progreso místico, como no sea el propio fin a que aspira el alma amante y valerosa, que no es otro que la unión, la inefable facultad, nunca merecida, sino puro don de Dios —a trueque de nuestro amor— de entregar la voluntad al Señor, para que El nos la invada y rija plenamente. Cierto que en algunos místicos danse hechos milagrosos y sucesos insólitos, mas sólo a título de estímulos para los propios interesados, con objeto de enfervorizar su espíritu, o bien en pro de secretos planes de la divina providencia, ya sea para con ellos, ya para con los demás.

En lo que sí parecen convenir los místicos de todos los tiempos es en que esos fenómenos extraordinarios no hay que pedirlos, ni desearlos, sino simplemente aceptarlos si el Señor permite que se produzcan en determinados procesos. A este respecto, tampoco son siempre lícitas las disciplinas corporales, pues, al decir de San Juan Clímaco, «para muchos fueron veneno, por no entender esos tales que los dones de la gracia no se alcanzan más que por el anonadamiento y la suma humildad».

Sucede, en definitiva, que, una vez aceptada la invitación general, para cada uno reserva el Señor en Su sabia providencia un modo y un camino distintos, como distintas son las almas y distintas sus circunstancias. Sería absurdo que Dios nos quisiera a todos iguales cabe Sí, cuando nos creó tan personales en todos nuestros caracteres. Aunque nos llama a un único fin, nos desea multiformes en el amor, porque Su signo es la infinitud, mostrada incluso en la distribución de gracias y en la mera contextura física de las criaturas. Todas tienen rasgos semejantes, pero diferenciados. Si así acaece en cuanto a los cuerpos, finitos y corruptibles, ¿qué será en cuanto a las almas, eternas y espirituales? ¿Qué tiene de particular que el Señor las haya dotado de una riqueza y variedad de facetas por encima de todo lo imaginable?

Los procesos místicos son tan varios como las almas y, por ende, ricos en matices y particularidades que sólo coinciden en el fin y en ciertos extremos que, cual firmes postulados, testimonian la disciplina y el orden que siempre imprimió el Señor en Sus obras. La variedad en el orden, la infinitud en la inmutabilidad, he aquí los dos grandes signos de la omnipotencia divina. Hay, por tanto, visibles paralelismos en los estados místicos, fenómenos comunes y acaecimientos idénticos, pero los modos de llegar a ellos difieren a veces tanto, que asombrarían a muchos si humanamente pudieran describirse. El Señor se reserva una inmensa porción de misterio en ese gran juego de luz y sombras que es la vida interior. Todo es nítido en ella, pero esa nitidez —por ser divina— aparece nimbada de reconditeces. Dios se manifiesta así, soberanamente cautivador, en Su trono de sublimes claroscuros.

Esa es la causa de que todo lo Suyo lleve el sello de la inefabilidad. Y eso explica el misterio que rodea a muchos procesos místicos. El camino para unirse a El no es ahondar en esos arcanos —o simplemente considerarse al margen de ellos— sino entregarse, abandonarse en Sus manos, para vivir con El el propio misterio, el misterio personal e intransferible que El nos tiene reservado, independientemente de las otras almas. Hay demasiada tendencia entre los espirituales a generalizar. Cierto que Dios nos quiere siempre unidos, como hermanos que somos bajo Su paternidad; pero en nuestro trato íntimo con El, nos desea unos, perfecta y distintamente entregados a Su voluntad, y sólo en las consecuencias de esa unión nos devuelve al bien común. Sin dejar, pues, de alentar en la confraternidad más perfecta, debemos reservarle nuestra intimidad, porque el desposorio implica entrega mutua de dos. Y en eso es terminante el Señor: nos quiere a todos unidos y a cada uno única y exclusivamente para Sí. ¡Unidos y unos! Como la muerte. Todos debemos morir. La muerte es la herencia común del pecado. Pero cada uno de nosotros muere solo, misteriosamente solo. No hay una muerte conjunta para todos, sino una muerte particular para cada ser, como hay una fisonomía, como hay un alma, una conciencia, una vida, unas circunstancias. Y el misterio de los misterios, la unión con la divinidad en esta vida mortal, a través de Cristo doliente, no podía escapar a esa calidad única que el Señor se complace en conferir a cada criatura.

Precisamente, el temor a ese misterio es lo que dificulta la existencia de almas auténticamente contemplativas. El temido interrogante: ¿a dónde queréis llevarme, Señor?, constituye el principal factor que influye en los retrocesos y deserciones. Porque es evidente que nunca sabemos el camino en donde El desea internarnos. ¡Y nos consta que tiene cosas tan peregrinas, tan humanamente espantables, el Señor! Desconfiamos de El y de Su gracia. Nos aterra la fragosidad de la cruz, y, ciertos de que El nos aceptará en Su seno con sólo cumplir Sus preceptos y amarle someramente, nos asentamos en lo mediocre y, lógicamente, nos mostramos y obramos conforme a nuestra elección, mezquinamente vulgares. Racionamos, por así decirlo, la adquisición de los dones derramados por el Espíritu, aceptamos lo que a la naturaleza le conviene, y Dios nos perdona y nos acepta, sí —es infinitamente misericordioso— pero nos acepta en la medida de lo que somos: ruines y miserables. Y en esa medida nos incorpora a Su gloria, ¡Cuando, si siguiéramos Sus inspiraciones, si nos abriéramos sin reserva a Su amor, si nos entregásemos a El y cerrásemos los ojos a todo lo demás, sin miedo, sin temor, podríamos aumentar hasta el infinito nuestra porción de bienaventuranza! ¡Qué grande es, Señor, nuestra inconsciencia! ¡Qué pobre nuestro amor! Vos sois el Único que podéis enriquecernos y enseñarnos a amar, y os cerramos la puerta con un ademán duro y grotesco, en su vil mezquindad, como aquel que dice: «Con esto me basta. Soy una simple criatura. No me exijas más. No quiero darte más.» Como el que echa migas a los hambrientos pajarillos en la estación invernal. Soberbios hasta en las migajas de un amor. Las míseras migajas reservadas a los indigentes. Sin reparar en que El, a quien nosotros, en nuestro orgullo, tratamos como a un mendigo, es el que da, el que nos daría Su amor para que pudiéramos amarle a Su modo… ¿Cuándo nos percataremos de que en el negocio del amor es siempre Uno el que da y nosotros los que recibimos? ¿Cuándo comprenderemos que sólo si consentimos en renunciar a nuestro mísero patrimonio de pecado y de nada, se nos dará a cambio el mismo Amor, el mismo Dios?

Nuestra inconsecuencia es el primero y principal impedimento para la entrega. Y el segundo, nuestra cobardía, nuestra pusilánime actitud de desconfianza ante el Señor. ¿Qué pretenderá? Confesémoslo de una vez. Nos asusta el camino, la posibilidad de que también para nosotros estén reservadas las noches obscuras que atormentaron a los místicos, o lo que es más, el suplicio de una cruz más grande y más pesada que nuestras lenes crucecillas cotidianas. Somos mezquinos y, si somos mezquinos, jamás seremos místicos, jamás conoceremos el goce de vivir anonadados en el Señor.

Aparte de nuestra innata limitación, juega, asimismo, un papel importante la capacidad de cada sujeto para experimentar lo sobrenatural de una manera sensible, es decir, de aprehender lo inefable e integrarlo en su ser. De esa mayor o menor asimilación de que es capaz la criatura depende también lo que ésta puede dar de sí en las vías místicas hacia la unión. Mas eso no es cosa nuestra. El Señor sabe hasta qué punto puede exigirle a cada uno. Distribuye El los talentos y reclama luego la responsabilidad que incumbe a cada alma, según la cuantía de ellos. Por eso, forzosamente, ha de haber profusión de sendas y de realidades en la vida mística. El llamamiento es general. Pero cada cristiano debe estar atento a lo que el Señor desea exactamente de él. Tanto los que ansían lo extraordinario como los que hurtan el cuerpo a las más mínimas exigencias de la vida espiritual, no suelen llegar a buen puerto, porque, en los modos y en las vías de la unión, hay Uno solo que dispone, ordena y manda, y es inútil trazarse planes para ella, aparte de las simples medidas generales de predisposición, destinadas a aprestar la voluntad a lo que Dios quiera hacer de ella. El abandono es el mejor camino, y el más seguro. Lo demás es cuenta del Amor. Nuestra humilde pasividad facilitará la obra de Dios en nuestra alma.

A todos nos asigna el Señor un papel en nuestra condición de corredentores. La unión se orienta no sólo al goce anticipado de la divinidad, sino al cabal aprovechamiento en la tarea redentora. Cristo nos asoció a El, nos hizo miembros de Su cuerpo místico. Mas para que este cuerpo místico fructifique, debe abandonarse a la voluntad del Padre, a imitación del Redentor. Y el abandono trae consigo la unión. Luego debemos tender a ella con todo nuestro corazón, con todo nuestro amor, enderezando la suma de nuestros sentidos y potencias a su logro y consumación.

 

 

III. EN LOS DOMINIOS DEL ABSURDO

Según lo antedicho, la vida contemplativa ofrece tantas facetas como varias son las almas, y así podríamos hablar de una mística de la acción, una mística de la quietud, una mística de la alegría y una mística del dolor, e incluso de la combinación de dos o varias de ellas entre sí. Por consiguiente, hay místicos, o sea almas unidas a su Dios en desposorio espiritual, cuya función en el cuerpo místico consiste en proyectarse hacia el bien común con dinámica actividad, revestida de una aureola de alegría, sin menoscabo de la existencia de una o diversas cruces, más o menos llevaderas. El Señor es maestro en el arte de dosificar la carga de éstas, según el cometido designado a cada alma. Por eso existen también los místicos abrumados bajo el peso imponderable de una cruz, cuyos brazos abarcan ámbitos invisibles y parajes desolados de dolor y negación. Esa cruz proyectada hacia el misterio es la más dura de llevar y, aunque por nuestra debilidad y cobardía, no se prodiga, constituye el fastigio de la unión con la divinidad en vida terrena, porque cuantos están destinados a ella y la abrazan con amor, asumen la tremenda condición de víctimas, de velados holocaustos vivientes, en estrecha comunión dolorosa con el Redentor.

Distingamos, no obstante, entre llevar la cruz y estar crucificado en ella. Una cosa es sentir el peso, otra experimentar la inmovilidad de la propia crucifixión. Una cosa es el camino del Calvario, otra la consumación del sacrificio, con la agonía y la muerte de cruz. Tales, también, son los grados místicos. Hay quien tiene el cometido de sostener la cruz sobre sus hombros. Y hay quien debe ser, después de esta fase previa y obligada, clavado en ella, y lo que es más, habituar sus miembros y su espíritu a ese atroz suplicio, en mística agonía. Tan unido estuvo Jesús al Padre bajo el peso del madero como clavado en él. Igualmente, tan unida está el alma a su Dios en una como en otra condición, sólo que la cruz es un paso más allá, el definitivo; y ese paso final no suele exigirlo el Señor, en Su inescrutable providencia, más que a ciertas almas, a quienes ha dotado de talentos especiales para ello, los cuales, reforzados y activados por la gracia, se ordenan a la suprema oblación mística, es decir, a morir secretamente con Cristo, participando de Su abismático dolor, para rescatar a los hombres del pecado.

Ese es el ideal de las almas generosas. Cristo lo infunde en muchas durante el proceso místico. Mas, ¿cuántas responden a esa llamada? La mayoría ni siquiera escuchan Su voz. No aspiran a tanto. Y la invitación de la gracia se estrella contra un muro infranqueable. Misterios de las almas. La voz divina no tiene para todos las mismas resonancias. Hay almas exquisitamente dúctiles a sus inflexiones. Otras vibran amorosamente a su son, pero temen el posible eco de la llamada. No desean la consumación, o la desean sin la suprema humillación de la cruz. Temen el abandono, porque, inexorablemente, tras el abandono absoluto, se alza la cruz, símbolo de la consumación perfecta en vida perecedera.

Evidentemente, el grado superior u óptimo de la unión es la comunión mística en la crucifixión del Redentor, porque ese fue el punto a que convergieron todos los momentos de Su vida, abandonada a la voluntad del Padre. Esa unión doliente culminará en la fase postrera del proceso, cuando, tras la muerte física, se produzca el definitivo abrazo de la unión gozosa, a través de Cristo resucitado. Miembros sufrientes de Su cuerpo místico, nos transformaremos en miembros gloriosos de Su victoria. Y gozaremos de la gloria eterna de Dios en la medida que supimos anonadarnos y unirnos al momento culminante del dolor: Cristo clavado en la cruz.

Según eso, está claro que el grado más elevado de unión posible en este mundo se alcanza en el sacrificio del Calvario, al que, como miembros de Cristo, fuimos todos asociados y, en último término, místicamente incorporados. Con ser tan difícil a nuestra naturaleza, resulta, no obstante, una vez superadas las naturales repugnancias, la posición más codiciable en vida mortal, pues quienes la adoptan reducen de un solo golpe a la nada todos los aspectos negativos de su ser, ya que la inmovilidad de la cruz no da cabida a posibles escapatorias o dilaciones, propias de los que permanecen en el camino del Calvario. Vanas son las tentaciones más sutiles. Ningún cristiano realmente crucificado con Cristo puede bajar de su cruz. Y lo arrostra todo con la mirada velada de la agonía, sabedor de que ahí precisamente —en ese soberano misterio doloroso— apunta el albor primero y definitivo de la gloria.

Se comprende, por tanto, que la unión mística en último grado deba llevarse a cabo en solitario, es decir, sin roce carnal alguno, porque en la cruz no hay más contacto que el de los clavos y el madero. En todo caso, cabrá la participación ajena en espíritu, como le sucedió a la Santísima Virgen Dolorosa respecto a su Hijo, pero nunca, por la misma naturaleza de la muerte en cruz, la intimidad corporal. Eso no significa que en el sacramento del matrimonio no pueda darse la unión mística de ambos o uno de los cónyuges con la divinidad. Pero, en tanto exista contacto corpóreo, no habrá crucifixión mística y, por consiguiente, no habrá unión en último grado. Cristo sufrió solo; y solos hemos de participar de Su agonía en la cruz. Ayudar a llevar la cruz siempre es posible; mas para morir hay que morir solo, y la cruz no representa sólo muerte, sino martirio; un martirio tan cruel y dilatado como permita el Señor, absolutamente incompatible con las condescendencias de la carne.

Cierto que Jesús provee abundantemente para los miembros de Su cuerpo místico y que, en determinados casos de amor acendrado y piadosa dedicación, se vale de unos medios secretísimos para elevar a las almas que, por encima de todo, desean poseerle. Algunas despiertan a Su amor cuando ya su vida se ha perfilado en cierto estado; y como nada hay imposible para Dios cuando las criaturas se le entregan, cabe también el misticismo doliente, en crucifixión con Cristo, para los que, por cualesquiera circunstancias, viven al margen de la continencia absoluta. Mas esos son casos esporádicos, misterios entre el Señor y Sus almas, que no pueden tomarse como norma, por escapar a la lógica de la doctrina de Cristo, sojuzgadora por excelencia de la carne y pregonera del valor del sacrificio para quien sea capaz de arrostrarlo. Todos los grandes místicos fueron —sin excepción— solitarios y, si supieron de la carne, fue para despreciarla y declararla poco menos que negativa para la experiencia espiritual.

De todos modos, la elección no es cosa nuestra, sino del Señor. Cuando El nos llama y respondemos a Su llamada, nos conduce por el camino que considera más propio para nuestra santificación, tras sopesar nuestras posibilidades, pues El, como creador nuestro, sabe hasta dónde puede exigirnos en nuestra limitación y dependencia del pecado. Sabe también hasta qué límite podemos amar; y eso es muy importante, el punto fundamental para una posible evolución mística, porque hay almas cuya capacidad de amor es muy menguada para contener el amor puro venido de Dios que debe substituir al mísero espejismo de amor que nosotros somos capaces de sentir; y sin esa ductilidad de alma susceptible de abrirse al amor divino, es imposible compartir con Jesús la espantosa agonía de la cruz tal como El suele hacérsela experimentar a quienes, obedeciendo a Su requerimiento, le siguen incondicionalmente por el camino del Calvario para habituar el cuerpo y el espíritu a los rigores de la crucifixión. ¡Qué dichoso es Jesús cuando un alma se le entrega hasta ese punto! ¡Con qué avidez le toma la palabra! ¡Y con qué paciente misericordia soporta sus continuas veleidades! ¡Con qué divina suavidad la toma de la mano y la retorna al camino para el cual la ha escogido!

Y el alma, un poco a la manera de un niño que, a regañadientes, va a rastras de su madre con la cabeza vuelta hacia la ilusión frustrada, sigue al amado Maestro hacia lo desconocido, porque, ¿quién es capaz de adivinar los designios del Amor?

Lo importante es seguir a Cristo por donde El quiera llevarnos, sin más cuidado que el de amarle y servirle lo mejor que sepamos. La fidelidad es la virtud esencial para avanzar en el camino de la perfección. Y puesto que lo demás se nos dará por añadidura, no debemos tratar de enmendar la plana al propio Dios, sino esforzarnos por adivinarle y someternos a cuantas limitaciones El tenga a bien imponernos para nuestra salud eterna. Hay cruces que consisten precisamente en eso, en la limitación, en la mediocridad. Son las más comunes entre los espirituales, unas veces por voluntad divina, otras por debilidad humana. Pero, incluso en este postrer caso, no dejan de ser cruces, y no livianas, por cierto, sino gravosas por lo grises y humillantes. Porque también la humillación puede cobrar matices y existir en forma excelsa o infamante. A los que llamados a la consumación no supieron seguir a Cristo hasta el fin, les carga el Señor con esa cruz obscura del desabrimiento, para bien y salud de sus almas. Jamás desampara El a sus inconstantes pajarillos, en tanto éstos se mantengan fieles a su vocación, siquiera con una lealtad frágil e imperfecta. Y les brinda oportunidad tras oportunidad para reengendrarlos en el amor.

Es natural que así proceda. Sus caminos no son los nuestros, y no todas las almas son capaces de desenvolverse en lo que, a los humanos ojos, se revela como el más desconcertante de los absurdos. Porque ésa es la señal incontrovertible de que Dios llama a un camino insólito y apenas transitado: la aparición del absurdo en todas las facetas de la vida, la aparición de una sutil telaraña de redes firmes y envolventes que aprisiona al alma en un raro recinto de agridulces sensaciones, del cual es muy difícil evadirse si priva ya la voluntad de amar al Crucificado. Con un lento y pausado trabajo de artífice, el Todopoderoso nos va aislando y absorbiendo, hasta que, incapaces ya de resistirle, accedemos a Sus divinos manejos. A la sensación de aislamiento, sigue la de habitar en un mundo absurdo, contrario a la lógica humana. En adelante, todo sucede en oposición a las previsiones naturales, bajo un prisma de infinitas y enigmáticas aristas. Los horizontes humanos, con sus lícitos goces y afanes, vanse cerrando poco a poco, hasta que, casi brutalmente, se desvanecen para siempre. Los labios balbucean: ¿A dónde me lleváis, Señor? Pero, a poco, se cierran, vencidos. Ya no inquieren. Ya no indagan. La voz del alma que los abre enmudece en la impotencia. No hay lógica, no hay coherencia. El alma ha cesado de pertenecerse y sabe que, en lo sucesivo, alentará en el ámbito misterioso del absurdo divino, en el mundo insólito de la cruz, patíbulo de Dios. Y las más de las veces todo ese extraordinario proceso se verificará en la reconditez más absoluta, invisible a los ojos del mundo, en íntima y solitaria comunión con el Misterio; y el alma se abrasará en una obscura hoguera purificadora, hasta que, allegada al Amor, se engolfará en él para disponerse al supremo sacrificio redentor.

 

 

IV. EL MISTERIO DE LAS NOCHES OBSCURAS

Como hemos visto, la vida mística es una manera de gloria anticipada, porque, en sus grados superiores, nos permite gozar de la unión inefable con Dios y actuar al dictado de Su santa voluntad. Naturalmente, eso exige a las almas una purificación previa que les permita llegar menos indignas a la intimidad con el que es la misma Pureza. Es tal el arraigo que ha adquirido la depravación en la naturaleza humana, que se comprende que, sin una intervención directa del fuego del Espíritu, serían insuficientes todos los esfuerzos del alma por purificarse, una vez persuadida ésta de su inmensa indigencia. Eso motiva las purgaciones que Dios envía a las almas que voluntariamente las aceptan, purgaciones que los místicos denominan con gran propiedad «noches obscuras», las cuales suelen abatirse sucesivamente sobre los sentidos y sobre el espíritu.

En realidad, esas duras fases de la evolución espiritual son un arma de dos filos en las manos del Señor. Por una parte, despojan a las almas de sus lodos; por otra, constituyen la prueba en el amor. El que bajo sus efectos no sucumbe a la tentación de desertar es que se halla realmente en el camino de la caridad perfecta, tanto más cuanto esa caridad entraña el don de sí y, por ende, el santo deseo de restablecer el orden primero y de restituir al Señor lo que por derecho le pertenece, a saber, nuestra voluntad y nuestro amor, empañados por la soberbia.

En rigor, las noches obscuras no son propiamente una etapa, sino una circunstancia reiterativa y fundamental en la vida mística, sometida a la prueba periódica por razón de la inestabilidad de la naturaleza humana. El proceso se repite indefinidamente hasta la muerte física, siempre bajo aspectos distintos, pero esencialmente idénticos en su finalidad.

La noche obscura del sentido tiene por objeto purificar los sentidos y someterlos a disciplina, para depurar sus aficiones 3′ destruir sus exigencias. Dicho de otro modo: esa noche es, en definitiva, una purificación ordenada a vaciar los sentidos de sus apetencias impuras y a colmarlos del deseo de Dios.

Una vez logrado esto, sucédese la purificación del espíritu por el afianzamiento en él de los dones del Espíritu Santo, esenciales para adquirir un conocimiento de Dios lo bastante profundo para llegar al amor.

Esas noches obscuras suelen actuar sobre la intimidad del alma, abarcándola en tres aspectos distintos: respecto a sí misma, respecto al prójimo y respecto a Dios; con inclusión de los tres medios correspondientes, o sea el medio personal, el medio circundante y el medio divino.

Ante todo, gracias a la progresiva purificación de los sentidos, el alma va adquiriendo un singular conocimiento de sí misma que la confunde y abochorna. Facetas ignoradas de la perversión íntima aparecen ahora manifiestas y humillantes, provocando una viva repulsión que se traduce al punto en una mayor modestia en el vestir y en el ornato personal. Se llega a la obsesión de lo pecaminoso, tanto más cuanto los efluvios del mundo exterior, con sus inconsciencias e inmundicias, contribuyen a crear un ambiente irrespirable para la pobre alma en trance de purificación. Por otra parte, el cielo parece haberse cerrado sobre ella, porque de él no descienden bálsamos de consolación, e incluso si por ventura llega algún consuelo espiritual, a través de una plática o confesión, no produce alivio alguno en medio de aquel zozobroso tedio. El fuego purificador del Espíritu de Dios desencadena, en contacto con nuestra imperfección, un agudísimo sufrimiento, sin duda sólo comparable al de un purgatorio en vida. Tres, pues, son los tremendos efectos de la noche obscura del sentido: desprecio de sí, repulsión hacia el mundo y aparente ausencia de Dios.

Una vez ese fuego divino ha consumido los numerosos focos de inconsistencia íntima, semeja temperarse; pero, en realidad, sigue latente para iniciar una nueva fase, la noche del espíritu, si cabe más dolorosa que la anterior, porque lleva en sí una sucesión de pruebas de procedencia divina. Aprovecha aquí el Señor todos los motivos humanos y sobrehumanos para regenerar al alma aspirante al abandono y a la unión; y, en consecuencia, acumula sobre ella múltiples pruebas, hasta conferirle una guisa de asequibilidad para lo sobrenatural, a fin de que no sienta ya según lo humano, sino según lo divino, pues, al cabo, todo el proceso se ordena a mudar de medio, dejando el propio yo para entregarse a la voluntad Suprema.

Eso explica por qué el dolor de las purgaciones pasivas, o sea el experimentado en las noches obscuras en general, no tiene la misma cualidad que el dolor humano, sino que es esencialmente producido por la irradiación del Dolor substancial de Jesús en Su divina Pasión. Por eso no aciertan a definirlo quienes lo experimentan en su carne y en su espíritu. Viene a ser una efusión del sufrimiento divino, indescriptible, misteriosa e intensamente profunda, cuyas raíces se sienten fuera del ser, cual procedentes de unas simas ignotas e inefables. Cristo se da entonces al alma en trance de morir a sí misma hasta en Su dolor, un dolor no causado por agentes sensibles, antes bien limpio y puro, sin el resabio morboso que suele insinuarse en los sufrimientos impuestos por la voluntad humana de buscar al Señor e identificarse con El. La voluntad de vivir y sufrir con Cristo —apoyada en la gracia— es buena, deseable y necesaria para la salvación. Pero no bastaría por sí sola para alcanzar la plenitud mística de la unión, porque, incluso en el dolor, somos imperfectos, mezquinos y fácilmente inclinados a profanar los propios ideales que nos mueven.

Por esa causa Cristo se nos da, se nos hace tácitamente presente y palpable en la prueba de la noche obscura, infundiéndonos amorosamente un dolor que está por encima de todo dolor, porque es Suyo, es divino, casi letal e incontenible en nuestro frágil vaso de barro. De ahí sus singulares efectos en la médula del alma, de ahí su calidad penetrante y subyugadora, su silente actividad de fuego purificador, que embarga y aletarga los sentidos, paralizándolos a veces por completo, al consumarse la muerte mística. Por eso los dolores de las noches obscuras no tienen parangón con los meros dolores humanos, sufridos en la carne y el espíritu, pero faltos de ese poder exterminador de rescoldos impuros.

Infiérese de todo ello que los que sufren en lo humano, incluso aquellos cuya voluntad —aún no suficientemente acrisolada— se proyecta a Cristo, no llegan a vivir el sufrimiento sino muy imperfecta y parcialmente, porque, flojos en el amor, no consuman la entrega absoluta que permite la absorción del divino Dolor, mediante el cual nuestro amor deja de ser imperfecto para transformarse en pura esencia amorosa, por efusión divina. Según esto, sólo en virtud de un anonadamiento total, somos capaces de morir cabalmente a nosotros mismos y abrirnos al amor redentor de Jesús; un amor que subsistirá substancialmente doloroso hasta consumada la Redención, o sea hasta el retorno glorioso de Cristo.

¿En qué consiste ese anonadamiento? ¿Cómo se llega a la completa entrega? Anonadamiento y entrega son los dos elementos esenciales de la perfecta renunciación. Anonadarse es el ejercicio constante de la auto humillación, para domeñar la fatídica soberbia que nos enfrentó con Dios. Hay muchas maneras de humillarse. Pero, ante todo, es fundamental la humillación de los resortes íntimos, sacrificando gustos, anhelos, inquietudes, ilusiones, esperanzas y toda suerte de lícitos afanes, hasta que la Belleza se manifieste en todo su esplendor, despojada de cuantas impurezas aportamos las criaturas en nuestro afán por detener la evolución espiritual a que el Señor nos tiene sometidos. La noche del sentido es la primera etapa. ¿Cuántos la rebasan? ¿Cuántos crucifican definitivamente sus sentimientos en la cruz de Cristo? ¿Cuántos consienten en morir para gozar anticipadamente, y con méritos, de la divina contemplación? En una palabra, ¿cuántos se hacen arca y pozo del amor? ¿Cuántos desean de veras llegar a él a trueque de una muerte mística? A decir verdad, esa muerte arredra por su posibilidad de retorno al ser. Lo de menos sería morir si hubiese la certeza de un imposible resurgimiento. Pero la muerte mística de las criaturas está sometida a continuos embates turbadores. Es la lucha que se debe sostener por mantenerla lo que motiva la indecisión del alma humana, consciente de su flaqueza y de su servilismo a los sentidos. Ahí se estrellan los tibios. No se sienten con fuerzas de romper para siempre con su miseria, es más, con todo lo positivo que hay en ellos susceptible de inficionarse sin que, purificado por la renuncia, adquiera la pátina divina. Eso es tanto como renunciar para volver a poseer, a perder para luego ganar, a inmolar hasta lo legítimo para saber después apreciarlo en el Amor, en la Luz y en la Inmutabilidad. Sabremos entonces cribar las impurezas, discernir la flor de la maleza, sin temor a un posible error de apreciación. Y, al propio tiempo, sabremos abstenernos de lo positivo, porque lo referiremos al Ente Supremo, en cuya esencia nos hallaremos cual inmersos, dulcemente cautivos, sin deseos de librarnos de Su yugo. Es un proceso de abandono y retorno; una muerte, un nacimiento y una madurez inmarcesible, revestida de las más bellas galas de la juventud. ¿Qué importa entonces sentir según lo humano que pervive en nosotros? ¿Qué importa sacrificar lo más caro al corazón y al alma —un corazón y un alma que ya gozan, aman y sufren a lo divino— si podemos referirlo al mismo Amor, si sabemos que éste nos lo hará gustar un día hasta la saciedad, en pura delectación?

Todo estriba en conocer y amar al Amor. Y eso sólo se alcanza sacrificando previamente el yo con todos sus anhelos —malos y buenos— para llegar sin trabas al núcleo de la caridad.

La asimilación perfecta de ese dolor divino, que así se nos trasfunde para nuestra redención, nos sume en la fase final de la noche obscura del espíritu; esto es, en la noche de la nada, en que todo asomo de dolor sensible se desvanece para dar paso a una horrible sensación de desmoronamiento, como si nuestros pies se apoyaran en un montículo de arena suspendido en el vacío.

Los sufrimientos se exacerban cuando el alma se percata de que ese inestable medio se identifica consigo misma y con cuantos la rodean. Percibe entonces la inconsistencia humana tan vinculada a la muerte y a la nada, que su vista le depara una de las pruebas más duras del proceso de purificación. Instintivamente busca la mano divina para detener el pavoroso descenso, y, no bien nota el consolador contacto, procede a integrar lo disperso, a articularlo y a unificarlo en El, formando con ello un todo cohesivo en función de la inmutabilidad divina.

No obstante, aun en medio de las mayores asperezas, el alma experimenta un toque suavísimo del Señor, que en ningún momento deja de sostenerla y confortarla, hasta que, mitigado el rigor de esa fase, renacen la paz y la esperanza. Tal es, en esencia, la función 2de las noches obscuras: purificar los sentidos corporales y fortalecer las potencias espirituales, por medio de la prueba y la experimentación del vértigo de la nada, a fin de que el alma se persuada de su indignidad y se abandone al abrazo de Cristo doliente. El dolor de Este en la cruz es motivado por el pecado. Y El infunde ese dolor al alma fiel para hacerla divinamente consciente del abismo en que la precipitó la caída. Sólo así la criatura se resuelve a dar consistencia a su nada, tomando nuevo ser del Redentor, que se le ofrece para que, saturada de Su esencia, pueda volver con El al Padre.

Sin embargo, aun cuando en todo proceso místico existe una etapa inicial, firmemente diferenciada, en que se producen estos fenómenos espirituales para regeneración y salud del alma, lo cierto es que, con más o menos intensidad, se van sucediendo nuevas fases purificadoras, incluso en el ápice de la unión. La nada de nuestro ser precisa ser constantemente injertada en la cepa divina; y ya dijo Jesucristo que los sarmientos unidos a la vid debían experimentar el dolor de la poda para dar un fruto sazonado. Esa poda la efectúa el Señor a través de las pruebas que —como otras tantas noches obscuras— se constituyen en perennes vitalizadoras del espíritu de renuncia, por el cual ha sido factible el desposorio místico entre el alma rescatada del pecado y su Dios. De ahí el valor inconmensurable de la prueba como elemento purificante y humanizador. A veces el Señor se vale de las más humillantes para combatir nuestra dureza de corazón, con objeto de que, elevada sobre lo impuro, pueda el alma revestirse de pureza y retornar con esas galas a su medio humano. En tales condiciones, podrá asumir fácilmente cuantos papeles le asigne el Señor, y de esa suerte cooperar con El a la salud del mundo.

Mas todo eso no debe sugerir un mundo agónico y negativo. El absurdo divino impera en el corazón del místico, pero no trasciende al exterior más que en la medida necesaria para asegurar su humildad. Cuanto más elevada tanto más humillada debe paradójicamente hallarse el alma humana, para no sucumbir a la tentación de la soberbia. La naturaleza caída tiene —como la cizaña— una extraordinaria capacidad de recuperación y, por tanto, constituye un constante peligro para el alma entregada a los deliquios de la unión. Es, pues, menester mantenerla siempre sujeta y humillada, sumida en los abismos de su nada, para que el Señor pueda manifestar en ella Su grandeza.

No es fácil conservar la armonía interior en las noches obscuras, si la voluntad de amar no se alimenta del amor que, transido de dolor, dimana del Crucificado. Uno de los primeros efectos que se siguen para el que las vive es su desgaje del mundo y la aversión de éste, porque el mundo se revuelve contra lo que se alza en testimonio de su iniquidad. Y se venga con el desprecio, el sarcasmo y el olvido. El alma que emprende la vía de la perfección suele resultarle repelente, porque repelente aparece todo aquel que se traiciona a sí mismo; y ¿qué hace la pobre alma a la carrera en pos de su Señor, sino «traicionar» hermosamente su nada? Por si fuera poco, traiciona con ella los ideales del imindo, postergando lo que éste valora —la concupiscencia de carne y espíritu— para precipitarse tras la estela divina. El mundo aborrece a sus traidores, y ¡Cómo se ensaña con ellos si, en su pequeñez, no aciertan a alcanzar su objetivo! ¡Qué cruel, qué despiadado se muestra con los mediocres! Reserva la fría indiferencia para los vencedores y se mofa de los que, rezagados en el camino de su poquedad, se debaten inútilmente entre tres amores: su amor propio, su amor al mundo y su mísero amor a Dios. El mundo no perdona ni a unos ni a otros y, en su animosidad, los escarnece y aniquila. No en vano advirtió Jesús: «Mirad que os envío como ovejas entre lobos…» Mas esos lobos nada pueden contra esas ovejas, como nada pudieron contra el Cordero inmolado en el oprobio de la cruz. Hay algo indestructible. Nadie puedecontra el Espíritu de Dios.

Todo conspira, pues, contra la integridad del seguidor de Cristo. La lucha es encarnizada. Y se desenvuelve en tres campos de batalla: el mundo interior, que debe morir; el mundo exterior, que seduce con su perverso brillo y atrae con su desprecio; y el mundo divino, que destruye y poda para cosechar un fruto en perfecta sazón. La misma cualidad de esa lucha produce una tensión que distiende las funciones fisiológicas y compromete la salud. Se ha hablado de la necesidad de prever los descalabros que en lo físico ocasionan los fenómenos místicos. Mas, en realidad, casi no existe posibilidad de defensa, porque hay un punto en esos procesos en que el ser humano cesa de pertenecerse y de tener potestad sobre su persona. Olvidado de sí mismo, zarandeado por la pugna entre el bien y el poder de las tinieblas, ya no vive para sí, sino para el ideal que el Señor le propone. Por eso hubo, hay y habrá siempre profusión de cuerpos desflorados y miradas extrañamente febriles entre los verdaderos contemplativos, como reflejo de la sed de agua viva suscitada por el fuego divino.

 

 

V. HACIA LA MORBIDEZ ESPIRITUAL

Con las noches obscuras persigue el Señor dos fines concretos: retornar el alma a su primitiva pureza y aprestarla para una transformación ordenada a la unión perfecta. Esa transformación implica el desaparecimiento de cualquier resto de dureza contrario a la consumación mística en el amor. Procura el Señor educar la sensibilidad de la criatura, sometiéndola a un proceso de sensibilización en el que el alma deberá habituarse gradualmente al clima divino y volcar en él todas sus potencias, con objeto de incorporarlas al Amor. Quiere el Señor que el alma deseosa de vivir en Su intimidad sienta según el sentir divino para así amar también a lo divino. Es decir que, penetrándola paulatinamente de Su dulzura, la habitúa a Sus modos, a fin de que el desposorio místico se consume en la más estricta unidad.

Este proceso sensibilizador sufrido en lo íntimo del alma es simplemente un medio de que se sirve la sabiduría infinita de Dios para trasfundir Su amor a la criatura, y hacerla así capaz de amar a lo divino, o sea, allende los límites de su imperfección.

De todos, es éste quizá el punto del camino hacia la unión en que el Señor halla más obstáculos para Su fin, porque tropieza con la incapacidad de las almas de abismarse en su nada y reconocer la mediocridad de su amor.

Y así vemos a menudo que, en principio, no falta el amor necesario para llegar a Él. Es más, todos sabemos que, entre los consagrados, abundan los casos de heroicidad en el amor a Jesucristo. Pero falta la depuración de ese amor, la detersión del sentimiento, hasta eximirlo de las fluctuaciones ora frías, ora cálidas, ora ardientes, comunes entre los espirituales, a causa de la discontinuidad que es el signo de la inestabilidad humana. Si el amor es imperfecto conviértese fácilmente en hábito y pierde, por tanto, su impronta divina de infinitud.

Todo debe, pues, tender a dilatar esa capacidad de amor, a fin de que el Señor halle cobijo placentero para operar directamente en el alma. Comienza para ello por asemejarla a Él en la delicadeza, enriqueciéndola con suavísimos toques de sensibilidad extraterrena y procediendo pacientísimamente a despojarla de sus sedimentos de brusquedad. Suele darse a ésta una importancia relativa en la vida espiritual, achacándola a condición del carácter o a reflejo de ciertas anomalías fisiológicas. Por eso es frecuente hallarla progresivamente viva en muchos servidores de Cristo, sin que aparezca la más leve señal de lucha por vencerla. Eso entorpece sobremanera la obra del Señor en esas almas, porque las aristas son ajenas a Su esencia divina. Dios es armonía, y lo que El desea de nosotros es la suma morbidez en la firmeza, es decir, la perfecta conjunción de las dos facetas más conspicuas de la santa humanidad de Jesucristo: una grave dulzura penetrada de suave fortaleza. Es desolador comprobar cuantas y cuantas almas consagradas no prestan a este aspecto la más leve atención, en perjuicio de su marcha hacia la santidad y de sus posibilidades de llegar a la cúspide de la experiencia mística.

Con todo, para vencerlas, se vale a menudo el Señor de sabios resortes, regularmente en forma de pruebas o humillaciones, o simplemente proponiendo el ejemplo de muchas almas sencillas que, pese a vivir en el mundo, aventajan en maleabilidad a ciertos consagrados. No resulta fácil vencer los movimientos de una naturaleza rebelde. Además, la vida en solitario tampoco favorece el ejercicio íntimo de la ductilidad, porque son legión las almas que, por defecto en el vencimiento propio, no superan la amargura de la soledad. Observe el lector que no decimos la soledad, sino la amargura de la soledad. El Señor nos quiere a veces unidos a Él en la terrible soledad de la cruz, pero sin la acritud de la hiel. La hiel y el vinagre deben ser gustados por el alma crucificada, mas luego de ingeridos y asimilados, exudados en la agonía de que la hace partícipe Jesús, su Salvador. ¡Cuántas vocaciones al místico desposorio vense frustradas en sus santas ambiciones por ese nimio detalle de la indelicadeza!

Es preciso tener conciencia de ese grave mal y pedir con profusa oración el don de la ternura sobrenatural. También constituyen una gran arma para lograrla los sacrificios realizados en bien del prójimo, porque todo sacrificio supone violencia a la naturaleza, y ésta cobra así progresiva flexibilidad para reprimir sus impulsos instintivos. Todo el esfuerzo de un alma fervorosa debe tender a adquirir esa dulce austeridad que es prenda de los grandes místicos, habida cuenta de que austeridad no es sequedad, sino regulación de los impulsos afectivos hasta lograr un equilibrio en la afabilidad y la caridad con los hermanos.

Por ello exige casi siempre el Señor a los presuntos contemplativos un paralelismo de vida mística y acción apostólica, una vez superados los primeros obstáculos del camino hacia la unión. Y concede óptimas gracias a quienes saben sacrificarse por el prójimo y dar consuelo a quien lo ha de menester. Con frecuencia, piérdese el sentido místico por defecto en el amor fraterno, por reclusión en un mundo propio, sin proyección de cruz, esto es, sin participación en la obra redentora de Jesucristo.

Todos estos procesos requieren largos períodos de adiestramiento y habituación. Pero suelen llegar a buen término si los preside una voluntad de amor y de entrega absoluta al Crucificado. Humillándonos con El recogeremos los frutos prometidos de gloria y bienandanza, amén de la paciente benignidad que nos es necesaria para el duro intervalo de la espera, aunque éste se identifique con la agonía de Jesús en la cruz. Esa actitud de amorosa sumisión nos engendrará en el amor. Y caminaremos hacia su plena posesión con una gradual capacidad para contenerlo. De esta suerte soslayaremos un error frecuente entre los aspirantes a la perfección: el de posponer el amor al deseo de exaltación personal. De nada nos valdrá aspirar a la gloria si previamente no aspiramos a la posesión del amor, puesto que sólo por él nos es dable pasar de la fase de la unión doliente al supremo hito de la beatitud o de la unión gozosa. Para llegar al Padre es menester sufrir primero con Cristo en la cruz redentora del amor. No hay gloria sin cruz. No hay amor sin sacrificio. El que aspira a la unión debe, por consiguiente, procurar por todos los medios a su alcance intensificar su capacidad de amor, anonadándose en Cristo Jesús y ejercitando al máximo la caridad fraterna, aun a costa de las repugnancias de la naturaleza. Tengamos en cuenta que la ausencia de blandura es invariablemente síntoma de orgullo, revelador de que subsiste todavía el amor propio en detrimento de la fase final del místico desposorio del alma con su Dios.

El amor es como una lluvia suave que desciende del cielo y empapa lentamente el labradío. La tierra árida del alma se labra con el sacrificio y la mortificación, y se abona con la plegaria y el servicio al prójimo, a fin de absorber el agua viva que hará germinar la simiente de Cristo y la convertirá en fruto sazonado de amor y de verdad.

El Espíritu derrama abundantemente su luz sobre esa tierra generosa, y la orea con el soplo de sus inspiraciones, con objeto de templarla en el sentido de la equidad. Sólo el alma que lucha contra la aridez del pecado recibe en premio la preciosa semilla mediante la cual podrá afrontar el tremendo alcance de aquel pensamiento de San Juan de la Cruz: «En el atardecer de vuestra vida, seréis juzgados según el Amor.»

 

 

VI SIGNOS POSITIVOS Y NEGATIVOS DE LA SOLEDAD

Todas las fases del proceso hacia la unión tienen por denominador común la soledad del alma, tanto más vivida y penetrante cuanto más real el allegamiento al Señor. La soledad sin Dios es —con toda su crudeza negativa— el vacío, la sensación de muerte y de nada. Con la aspiración a Dios, la soledad cobra un matiz más positivo, y no es ya sensación de nada, sino deseo imperioso de evadir esa nada y llenarla de gloriosa paz. Mas cuando se establece el vínculo místico de la unión amorosa, la soledad deja de tener sabor humano y se identifica con la angustia divina de Cristo en la cruz. Es ya la soledad de soledades, la desolación de un Dios hecho hombre, hecho pecado, para dar justa satisfacción al Padre por la deuda humana que ningún hombre podía saldar. Cristo es el Pontífice, el puente que salva el abismo entre el Ser y la Nada, entre Dios y la criatura derribada por el pecado. Cristo crucificado es el Dolor, la Soledad misma, y Su cuerpo místico, regado por Su Sangre redentora, no podía dejar de experimentar los desoladores efectos de esa Soledad divina en el Sacrificio del Calvario.

Nada tiene, pues, de extraordinario que, a medida que nos acercamos a la unión doliente con Cristo, crucificado para justificar el pecado del mundo y tender así el puente de amor destinado a unir lo que separó la culpa original, la soledad cobre matices extrahumanos y cese de caber en los límites de una definición. Como el dolor, como el amor, como el abandono, el sentimiento de la soledad escapa a los reducidos moldes de la expresión humana cuando es vivido en la cruz de Cristo, porque se incorpora allí al misterio insondable de Dios. El Señor nos hace partícipes de esa soledad en la medida que nos es necesaria para nuestra cooperación a la salud del mundo. Pero quiere que la vivamos en plena identificación con Él cuando, en Sus designios providenciales, nos allega a la consumación de Su sacrificio —la agonía de la cruz— porque entonces, si la soledad es vivida al modo arbitrario e incongruente de los humanos, obtura la angosta vena que nos une al Corazón doliente de Cristo, y quiebra el vivífico contacto que nos sume en el amor.

Para que la soledad sea fructífera en nuestro corazón ha de asentarse en la pureza de un filial abandono a la voluntad divina y cristalizar en el obediente amor a las inspiraciones del Espíritu. A un tiempo corredentores y redimidos, hemos de anonadarnos con Cristo —personificación del pecado sin el pecado— para salvar nuestra alma y colaborar en la salvación de las demás. Pero para satisfacer hay que purgar, y en esa purgación intervienen el dolor y la soledad en un grado de inefabilidad equivalente al absurdo divino de la muerte de Dios en cruz. Por eso amor-dolor-soledad se encadenan en el itinerario de la Pasión, formando un bloque indivisible en la Persona del Verbo, al cual podemos nosotros milagrosamente incorporarnos y sentir —dentro de nuestra limitación— a la manera divina, en virtud de nuestra misteriosa participación en la redención del mundo.

La soledad del espiritual debe, por tanto, desvincularse de la soledad egoísta recluida en los límites del mísero yo, y someterse a un proceso de purificación semejante al impuesto por Dios a los sentidos y al espíritu. Ese proceso no suele correr parejas con el del abandono y expansión del amor, porque la ingénita soledad humana se acrecienta con la muerte a los sentidos. La carne mortal es extraordinariamente sensible al despojo de que se la hace objeto, y no logra vencer el vacío en que la sume esa privación sino a fuerza de hábito en la renuncia. Abundan, pues, los casos en que el Señor acepta la participación de un alma en Su cruz sin sentirla del todo purificada en el aspecto de la soledad, porque Dios no pide imposibles. Al contrario, obra Él lo imposible a la naturaleza humana cuando ésta se le rinde sin condiciones. La carne perecedera, deseosa de gustar los albores de la transfiguración, no puede vencerse en su substancia hasta que, inmersa en el amor, se habitúa a la disciplina de la cruz y a los efluvios de nueva vida que recibe a su contacto. La soledad de Cristo en la cruz es la quinta esencia del misterio divino; y es lógico que el proceso de su asimilación sea el más prolongado y laborioso de la aventura mística. Es la flaqueza de que hablaba San Pablo, el punto humillante por el que el Señor comunica Su fuerza. Respeta Su obra y se vale Él de la debilidad de la carne para imprimirnos Su vigor. Sírvese de ciertas pruebas que atacan a lo humano crucificado para mantenerlo paradójicamente en la cruz. La pugna por trocar la soledad humana en la Solé- dad de Cristo crucificado es la fuente que alimenta el asentamiento en el amor, porque siempre le fue más fácil a nuestra naturaleza sumergirse en el amor —siquiera por instinto de conservación— que vencer la soledad insaciable de carne y espíritu en que la precipitó la enemistad con Dios. La ruptura fue tan brutal que la soledad se hizo carne de su carne y alma de su alma, y la incapacitó para integrarse en la soledad divina que Cristo experimentó en Su carne y en Su espíritu ante el desamparo del Padre. La soledad del hombre es, esencialmente, una nostalgia de Dios. La soledad de Cristo es la nostalgia de Dios por la criatura. Nos resulta más asequible sufrir y amar a lo divino que gustar la soledad del vacío que experimentó el Amor con la traición de Sus criaturas. Traidores a Dios, conservamos, por Su misericordia, la posibilidad de amar y de asemejarnos a Él por el amor, a través del dolor a que nos precipitó la caída. Pero nuestra soledad es menos superable, porque está vinculada a la miseria e indignidad de una carne que debe morir antes de ser transfigurada, una carne que no puede volar y desapegarse más que a rastras del espíritu, siempre sujeta a la gravitación de la tierra de que fue formada. El Señor se apiada de tanta miseria y, amorosamente, la utiliza para manifestar Su fortaleza en nuestro ser corruptible.

Esta intervención del Todopoderoso debe, para ser fecunda, hallar una disposición sumisa y dúctil, capaz por sí sola de merecer una acción especialísima de la gracia. Los signos positivos de esa disposición son fruto de la humildad, del poder de humillarse siempre que el Señor lo inspira por medio de alguna tentación o prueba, ordenadas a recordar al alma la fragilidad de su soporte de carne. La aceptación de nuestra nada a través de la prueba humillante nos habitúa a la idea de que necesitamos el aguijón de la soledad para perseverar en la aventura espiritual, y nos persuade a no intentar extirparla de nuestra intimidad para no arrancar con ella la raíz fecunda que absorbe la savia divina. Dios nos da un remedio para sobrellevar el lastre de esa soledad: su purificación por medio de la plegaria, del paciente acatamiento. La recompensa déjese sentir en forma de intervalos de paz y plenitud. Mas para que lo humano no se atrofie ni descienda a lo inhumano, el Señor lo mantiene en la línea de la pureza y, por tanto, vulnerable a los dardos de la prueba.

La Sabiduría Infinita no cesa de prodigar Sus recursos para bien de las almas, y llega, en su inmensa piedad, a sutilizar el arma de la prueba, a fin de mantener viva la conciencia de nuestra pequeñez, puesto que ésta es Su punto de partida para obrar en nosotros el prodigio del retorno a Sus moradas.

No es, pues, menester, afanarse por colmar o compensar esa humana soledad, sino ofrecerla tal cual es —desnuda e impotente— para que Él nos la mude en fuente de santidad. Considerada así, la soledad constituye un eficaz instrumento para llegar a la unión. Encubierta con una actitud de altanera indiferencia o desdeñosa aversión, no sólo se torna indomeñable, sino que se acentúa, manifestándose con una repulsiva envoltura de rígida amargura que veda el franco acceso a Dios.

La soledad mal encauzada puede adoptar formas profundamente repelentes, porque cuando la miseria humana intenta disfrazarse recurre casi indefectiblemente a la soberbia, y esa mezcla de arrogancia y mezquindad constituye la más grotesca de las incongruencias. No es raro que el Señor la condene y anegue en el mar de la dureza.

Existe, preciso es consignarlo, un peligro señaladísimo en cierta defensa esgrimida contra la humana soledad. La actividad intelectual puede ser —y es, en efecto— una fuerza positiva en el ascenso a Dios, pero sólo si se la despoja día a día, hora a hora, minuto a minuto, de su apariencia de fin y se la reduce a su mera calidad de medio —como otro cualquiera— para alcanzar la santidad. Decimos esto porque entre los espíritus poco precavidos produce lamentables estragos en lo tocante al progreso espiritual. Es indispensable prestar la máxima atención a cuantos resquicios puedan invitar al sinuoso desliz del viejo pecado de endiosamiento, mayormente cuando son tantos los incautos que se dejaron prender en esa red, por imprudencia en lanzarse a un medio desconocido sin prever la reacción de la naturaleza a su contacto.

 

 

VII CONSUMACION MISTICA Y VIDA DE UNIÓN

El proceso es más o menos dilatado, pero el alma que busca a Dios para agradarle y vivir abandonada a Su voluntad, gusta infaliblemente las delicias de la intimidad divina. Esa intimidad manifiéstese de infinitas guisas, según la capacidad de las almas para contenerla y, sobre todo, según los planes de la divina providencia respecto a ellas. No obstante, el Señor la concede si la siente deseada, aunque a veces ha de cobijarla en habitáculos a los que la búsqueda del amor no ha logrado despojar de sus fríos muros de granito. Muchos son los que desean amar y pocos los que se entregan al amor. Para ello hubiera sido necesario renunciar a sí hasta la más dolorosa humillación, ¿y cuántos son los que se niegan, no con un simple propósito, sino con obras, con hechos, para escapar a los últimos —y en ocasiones los más peligrosos— reductos de la soberbia? ¿Cuántos son los que, día a día, revisan sus acciones y comprueban si convienen con la exquisita humildad de Jesús en la cruz? ¿Cuántos los que, venciendo sus repugnancias, sus estados de ánimo, sus preocupaciones, saben, en un momento dado, olvidarse de sí y entregarse al bien ajeno, siquiera con una sonrisa o una palabra constructiva?

Con frecuencia debe el Señor allegarse a las almas por pura condescendencia, mas no porque le resulte acogedora la morada. Sucede entonces lo que muchos no comprenden ni aciertan a explicarse. Poseen a Dios, sí, pero con la sensación de que constantemente se les escabulle, de que no gozan de continuidad en dicha posesión, de que no siempre obran guiados por El, sino obedeciendo al propio impulso. Son los que se preguntan: ¿Cómo sabré si Dios así lo quiere? ¿Cómo conoceré si esa es Su voluntad?

¡Si supieran cómo ansia el Señor descansar en ellos! ¡Si supieran qué dulce reposo halla su Dios en un corazón humilde! ¡Ah! Mas para ello hay que entregarse incondicionalmente, sin sopesar las posiblesconsecuencias de esa entrega, sin temer los abismos de pecado que se divisan al pie de la cruz, ni las iras del Espíritu Tenebroso que ascienden de ellos para incrustarse en la carne y en el alma, y lacerarlas despiadadamente. El amor es aquí —en esta vida— maravillosamente dulce, mas también hondamente doloroso, porque hay que compartirlo con un Dios crucificado, y vivirlo con El en sus últimas consecuencias, por la salud del mundo. La secreta razón de los remisos en la entrega es el temor a los arcanos de dolor que da a conocer esa humillación íntima llevada al extremo. Un alma negada a sí misma es la imagen de Cristo en la cruz. ¿Y cuántos son los dispuestos a anonadarse hasta ese punto para cohabitar con El en el Padre?

En toda consumación mística hay un misterio, porque cada alma, por su semejanza con Dios, es un secreto recinto al que sólo tiene acceso su Creador. Si los fenómenos místicos resultan tan varios y desconcertantes es porque participan de ese misterioso Reino que prometió Jesús a quienes vivieran injertados en Su Cuerpo y Sangre. Pero, como venida de Dios, la vida de unión genera, asimismo, una inefable luz que, aunque diversa en intensidad, nunca se desvanece por completo, produciendo una constante de paz y de quietud que perdura a través de las más dolorosas pruebas y contradicciones. Esa luz es la señal de la presencia de Dios, en pugna con las tinieblas, y aun cuando éstas parecen a veces dominar y vencer, persiste la luminosa estabilidad divina, y el alma se sume en ella, dichosa y arrobada en medio del desgarrador tormento íntimo.

Lo realmente deseable es atenerse al propio proceso, al propio misterio, para que, por la gracia y la misericordia de Dios, se manifieste en él la luz que será nuestro estímulo y guía en los oscuros espacios surcados por ese Puente reconciliador que es Cristo agonizante en la cruz. Después, al llegar a orilla de la gloria, se dilucidará el misterio, porque la unión habrá dejado de ser dulcemente dolorosa para devenir eternamente gozosa.

No a todos pide el Señor el calvario de la participación de la cruz; pero, por si acaso, entreguémonos generosamente a Su voluntad y no le regateemos la mísera moneda de una reserva egoísta, por insignificante que ésta sea. Eso es poner obstáculos a Su acción.

En cambio, si nos abandonamos, si hacemos un hábito de la renuncia a todo y a nosotros mismos, el Señor tomará posesión de nuestra alma y, tras purgarla e iluminarla, se mostrará a ella y acudirá a habitarla. Y el alma, purificada e iluminada por la luz divina —limpia y consciente— saboreará la dicha de contemplar la Verdad de Dios y de sentirse invadida por ella. De esta suerte, no sólo gozará anticipadamente de la visión beatífica, sino que, por su directa e íntima participación de la cruz, cooperará a consumar con Cristo Jesús el sacrificio redentor.

Su vida de unión tendrá un signo de paz en el dolor, de resignación en el sufrimiento, de aceptación en la prueba, de mansedumbre en la tentación. La intimidad con El la iluminará con un supremo conocimiento, a cuya luz alcanzará el de otro modo inexplicable proceder divino para con ella. Comprenderá la necesidad de su sometimiento a sucesivas purgaciones para evitar que la conciencia de su elevación reengendre la soberbia de alma y endiose la insólita belleza de la carne purificada. Y accederá, gustosa, a las pungentes humillaciones íntimas que el Señor tenga a bien enviarle, porque sabrá entonces qué ocultas fibras del orgullo es preciso domeñar y qué secretas iniquidades es menester acallar en el corazón herido por el pecado. Redimida y redentora, el alma unida a su Señor conocerá con Su conocimiento, sufrirá con Su sufrimiento y amará con Su amor. Y en la perenne quietud que presidirá esa pugna, presentirá la inenarrable dicha que la aguarda cuando, consumada la tragedia humana, advenga Cristo glorioso sobre el crepúsculo de los tiempos.

Septuagésima, 1966.

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